A lo largo de la historia no faltan ejemplos de persecución, crueldad y tortura. El siglo xx ha sido especialmente violento. ¿Qué sentido tiene la maldad en el hombre? No lo sé. Aunque los que más me crispan, y a los que considero tan responsables de la denigración de las victimas es a los indiferentes, ya que es su actitud la que hace posibles todas las agresiones. Sin su silencio y pasividad no habrían exhibido las matanzas que a lo largo de la historia se han producido y se producen. La apatía y la aceptación de esas situaciones son la base para que se consume el fenómeno de la impunidad y para que perdure en el tiempo como una especie de gangrena que lo corrompe todo y que deslegitima cualquier intento posterior para responder desde la justicia a esos crímenes atroces.
Se trata no tanto de resarcir a las víctimas, lo cual es una obligación legal, sino de dotar de sentido y ética al futuro de una sociedad. Un sistema que se apoya sobre cadáveres que aún esperan justicia para descansar en paz es un sistema ilegitimo y condenado a sufrir antes o después la misma suerte. Es lo mismo que aquellos planteamientos que olvidan que la paz y la libertad duraderas nunca vienen de la mano de la violencia, sino de apoyar la legalidad, la justicia, el respeto a la diversidad étnica, cultural y religiosa, así como de la defensa de los derechos humanos. En definitiva, no se puede construir la paz sobre la miseria o la agresión del fuerte sobre el débil, sino que tiene que ser una construcción que una esfuerzos, educación, cultura, tolerancia y desarrollo.
Impartir justicia es una exigencia que corresponde a las víctimas, pero constituye una obligación del Estado; en ello tiene mucho que ver también la sociedad, cuya demanda de respuestas no puede ceder ante ninguna presión fáctica. Si la sociedad se inhibe en esta obligación será corresponsable del resultado producido.
Cuando desde el Estado se denigra a un grupo de mujeres por pedir justicia o cuando partidarios de un dictador, como lobos de la misma camada, atacan a quienes sólo piden justicia, no sólo se desconocen los valores del ser humano sino que se humilla aún más a toda la sociedad y a la comunidad internacional, porque los afectados por la inactividad ominosa del propio Estado somos todos.
Se ha producido hasta épocas recientes un incomprensible adormecimiento de la sociedad respecto a la defensa de los valores elementales del Estado de derecho, una inactividad alentada por el desconocimiento de los más elementales preceptos que garantizan los derechos básicos del ser humano.
Occidente y sus jerarquías, políticas, militar y, sociales y económicas, han estado más ocupados en el progreso abusivo y vergonzante de la producción, la especulación y el beneficio globalizados que de una adecuada redistribución de la riqueza o de la lucha contra la marginación y la pobreza. Más atentos a una política de exclusión, que incluso aprueba estados de emergencia nacional frente a la temida inmigración, que a una auténtica política de inclusión social equitativa y justa que respete la diversidad. Más favorables al olvido interesado que a una adecuada exigencia de justicia. Más decididos a garantizar la impunidad de los dirigentes que a establecer los parámetros para exigir responsabilidades. Sólo en casos excepcionales se ha roto esa inercia y cuando ya la agresión era de tales dimensiones que no podía orillarse.
La historia de la impunidad en todos los pueblos es la historia de la cobardía de los que la generaron pero también de los que la consintieron o consienten posteriormente. En todos los supuestos la historia está jalonada de grandes discursos de justificación y de llamadas a la. prudencia para no romper los frágiles equilibrios conseguidos a cambio de la no exigencia de responsabilidades a los perpetradores o a que dicha exigencia se produzca con mesura. Así-mismo, abundan los discursos justificativos. Pero la verdadera intención de toda esta parafernalia es la autoprotección y seguridad de aquellos que causaron el mal, que incomprensiblemente será asumida y aceptada por los ciudadanos a los que de esta forma no sólo se les mata o tortura sino que, además, después se les convence para que olviden y no reclamen. Cuando alguien rompe esa cadena de falsedades y de intereses cruzados, se le tilda de desestabilizador o incluso se le acusa de ser insensible con la "nueva realidad democrática", tan beneficiosa para todos. Y mientras tanto, la justicia, una vez más, es la puta de la reunión, a la que todos manosean y desprecian a la vez, mientras que la diosa impunidad es alabada cual becerro de oro por todos los interesados que silencian a las victimas, y además será entronizada por la propia justicia, sometida y aquiescente con el nuevo poder establecido.
Se produce así una situación paradójica. La justicia no sólo no persigue al que cometió el crimen, lo impulse o cooperó a su ejecución, sino que ataca a las víctimas, que se convierten en agresoras y que como tal son perseguidas y despreciadas. Las puertas del Palacio de Justicia se habrán cerrado definitivamente y las de la ley también, porque se han promulgado leyes destinadas a mantener esta situación. Todo debe estar formalmente establecido y así las conciencias dormirán tranquilas.
Las fórmulas para formalizar ese olvido son muy variadas. Se ponen en marcha acuerdos de transición),'amnistías, indultos generales, leyes de obediencia debida y leyes de punto final. Distintos nombres para un mismo monstruo: impunidad o solución política adecuada. Las víctimas no cuentan; al contrario, estorban. Se las acusa de haberse convertido en radicales e incluso, en algunas zonas, se las considera terroristas porque, dicen, atacan la estabilidad del país con un afán tan desmedido de justicia que se confunde con venganza.
Ernesto Sábato me hizo comprender cómo el olvido es el elemento básico de la impunidad. "El responsable de un crimen necesita --me decía-, cuando de salvarse se trata, que los demás olviden cuanto antes." Es decir, pensé se trata de eliminar los vestigios e incluso la memoria. Durante un tiempo se reconocerá a las victimas e incluso se ,conmemorara el hecho, pero después, cuando la orgía sangrienta se disipa, se precisa comprensión y olvido. El criminal necesita que se entienda por qué hizo lo que hizo, pero después, cuando fracasan sus anteriores argumentos, le resulta vital el olvido para no ver reflejado en las caras de los ciudadanos el reproche por los crímenes cometidos. A las víctimas, mientras tanto, se las persigue, se las desconoce o, lo que es más habitual, se las desacredita. No es estético que proclamen semana tras semana y año tras año que la injusticia sigue viva, que no se ha reparado la herida inferida injustamente.
Sin embargo, como le dije a Sábato, una situación como esta no puede durar mucho, porque antes o después existirá un juez, una instancia que no se someta a esos dictados antidemocráticos y que interrumpa la cadena. En definitiva, que haga ver que esos planteamientos no pueden estar guíados por la buena fe sino por la arbitrariedad, y que a la larga pueden contribuir y de hecho contribuyen a que arraigue la corrupción en los poderes públicos y a socializar la perversa idea de que todo está permitido y que nada puede ocurrirle al agresor, lo que facilita que se restauren comportamientos y actitudes intrínsecamente corruptos en todos los rincones del poder, cuyos titulares aceptan como conveniente una democracia a tiempo parcial con tal de permanecer en su ejercicio, aunque sea a costa de tender un manto de olvido sobre el pasado con el eufemismo de mirar hacia el futuro.
"Así es -me contestó Sábato-. El poder se apoya sobre el olvido y la ausencia de memoria, haciendo recaer sobre las propias víctimas la responsabilidad de la situación.
"
Conforme oía estas palabras, no pude evitar evocar a las víctimas de la dictadura Argentina a partir de aquel terrible 24 de marzo de 1976, como antes me había sucedido con las de Chile desde el infausto 11 de septiembre de 1973.
La cámara de los horrores en la que me introduje a partir de la admisión a tramite de la denuncia presentada en marzo de 1996 por la Unión Progresista de Fiscales por los crímenes de genocidio, terrorismo y tortura durante el proceso militar argentino (1976-1983) me transformarían y cambiarían mi carácter, ya especialmente sensible hacia las víctimas, y mi vida entera.
Unos años antes, cuando preparé un amplio estudio sobre la tortura a lo largo de la historia, vi juntas algunas de las atrocidades a las que ahora me enfrentaba de una forma muy distinta a la académica, cultural o erudita.
Ahora eran personas destruidas, humilladas, desaparecidas respecto de las cuales se me pedía que como juez central de Instrucción de la Audiencia Nacional de España, me pronunciase abiertamente, no para opinar, sino para iniciar una investigación por los delitos más graves que puede cometer un ser humano. Alegaron que eran crímenes contra la comunidad internacional y que entre las treinta' mil victimas había ciudadanos españoles.
En el informe Nunca más leía:
La noche del día 16 de septiembre de 1976 en la ciudad de La Plata fueron secuestrados por fuerzas de seguridad en sus respectivos domicilios siete jóvenes de entre catorce y dieciocho años que formaban parte de un grupo de dieciséis que habían participado en una campaña pro boleto escolar. Cada uno de ellos fue arrancado de sus hogares porque la policía de la provincia de Buenos Aires había dispuesto UNoperativo de escarmiento, ya que consideraba esa campaña como "subversiva en las escuelas". Tres de los chicos fueron
liberados. Los cuatro restantes fueron asesinados después de padecer torturas en distintos centros clandestinos de detención.
Fue la llamada "noche de los lápices". Todas las víctimas me estallaban en pleno rostro para avergonzarnos por nuestra indiferencia. En este teatro de la crueldad y de la infamia hasta ahora habíamos hecho una especie de representación clásica y clamorosa de la injusticia; una banalización del mal como símbolo de una tragedia inútil. Nos denunciaban desde su silencio, una vez más, los que habían caído sin razón, los derrocados sin motivo; ahora comenzaba el largo camino de la representación de la justicia y el Estado de derecho. ¿Qué sucedería?
La lectura del testimonio de una niña de catorce años, secuestrada en su casa de la ciudad de Córdoba y llevada al centro clandestino La Ribera, me resultó especialmente dura:
Entrada la noche, se acercó uno de los guardias y me amenazó con un arma comenzando a desvestirme y manosearme. En ese momento me encontraba atada de pies y manos. Debido a la operación de tabique nasal, no podía respirar por la nariz sino sólo por la boca. El guardia colocó entonces su pene en mi boca. Comencé a gritar y se despertaron todos, lo que obligó al guardia a dejarme [...]. En ese momento llegó otro guardia preguntando que pasaba, a lo que contestó que yo era peligrosa porque había colocado bombas y tirado panfletos.
Otro chico de la misma edad relata igualmente en el informe que le colocaron la "picana" eléctrica en la boca, encías y genitales, le arrancaron una uña del piel le sujetaron el cuello con una soga.
Otro de catorce años fue asesinado y apareció en el Rio de la Plata en Uruguay, con las manos y piernas atadas, desnudo y con signos de haber sufrido graves torturas; estos son algunos ejemplos de los casi doscientos cincuenta niños y niñas que tenían entre trece y dieciocho años desaparecidos como fruto de la represión.
En aquellos días, la carga emocional por la lectura detenida de los casos me obligó a reflexionar si la impunidad que se vivía en Argentina era legal. Sabía que las leyes de punto final habían sido descalificadas por organismos internacionales y a pesar de ello se impusieron. Por eso quise responder desde el derecho a los que habían negado toda posibilidad de sortearlas.
Así que recurrí una vez más a aplicar el principio de justicia penal universal (la primera vez que lo hice fue en 1992 en el proceso del Achille Lauro). Ahora en Argentina estaba sólo. Los medios de comunicación españoles, salvo el equipo de investigación de La Vanguardia (Barcelona), integrado por Eduardo Martín de Pozuelo y Santiago Tarín, que siguieron el asunto desde el principio, no se interesaron demasiado por esta investigación. Incluso para algunos constituía. un simple brindis al sol.
Lo que más me dolía no era tanto la despreocupación como el rictus autoritario y xenófobo que aprecie. "¿Qué se nos había perdido a nosotros en Argentina?" Además se decía que la denuncia estaba promovida por unas viejas locas ridículas con pañuelos en la cabeza. Lo cierto era que en esas "Locas con pañuelo en la cabeza" he encontrado más dignidad que en toda la carrera judicial junta.
Inicialmente no tenia claro lo que debía hacer. Desde el principio sabia que debía admitir a tramite la denuncia, pero era difícil. Existían problemas para definir la jurisdicción, ya que el delito se había cometido en el extranjero, los autores eran argentinos y en parte era cosa juzgada. También era complicado definir los tipos legales de genocidio, tortura y terrorismo y había que lidiar con la posible prescripción de los hechos.
Debo reconocer que aquella tensión inicial, aumentada por la oposición frontal del ministerio fiscal, incomprensible para mí, sólo fue compensada por la tesonera actuación de la acusación popular y de las víctimas, sin cuya acción no hubiera existido ejercicio de la acción penal y el procedimiento no habría prosperado.
El carácter internacional de los crímenes de genocidio torturas y terrorismo entraba en el ámbito de aplicación del artículo 23,4 de la ley española, que permitía aplicar el principio de jurisdicción universal. La prescripción quedaba solventada, ya que la acción supuestamente delictiva se había desplegado desde 1976 a 1983 y la denuncia había tenido entrada en marzo de 1996. Los convenios sobre el genocidio y la tortura también permitían la actuación. Respecto del terrorismo, la competencia estaba mucho más clara a pesar de la falta de definición como tal del terrorismo y desde el estado, pero la trama organizada que se trataba de desentrañar lo justificaba. Además, no había concurrencia de jurisdicciones, ya que en Argentina, y a excepción de los secuestros de menores y los delitos contra la propiedad cometidos durante la dictadura, no se estaban investigando estos hechos. Pero, sobre todo, había víctimas españolas y descendientes de españoles. Este elemento es el que a la postre se convertiría -al menos de momento- en el definitorio para la afirmación de la jurisdicción española en esta causa, según la sala segunda del Tribunal Supremo.
El procedimiento se puso en marcha. Tenía la convicción íntima de que si éramos capaces de consolidarlo en España abriríamos un camino cuyas perspectivas podían ser muy positiva y constituir un rayo de esperanza para que la impunidad no tomara carta de naturaleza en nuestras sociedades. Especialmente lo sería en Argentina, en donde quizá -algunos jueces y fiscales ya estaban trabajando en esa línea- se lograría abrir una rendija al futuro. De alguna forma, se repararía la injusticia cometida diez años antes con el cierre en falso de todos los procesos, y la dignidad de las víctimas sería recuperada.
Por mi parte, el camino iniciado no iba a ser nada claro. Mis compañeros de viaje fueron, además de los textos legales, algunos periodistas intrépidos, el fiscal Carlos Castresana, un par de fiscales comprometidos en Argentina, como Hugo Omar Cañón y Eduardo Freiler, y los organismos de Derechos Humanos con el abogado Carlos Slepoy y Manuel Ollé a la cabeza. No había nadie más. Era consciente de que el ministerio fiscal, por órdenes directas de la fiscalía general del estado, y por convicción propia, no iba a prestar ninguna ayuda, aunque tampoco imaginé que una actitud pasiva inicial pasara otra militante, en contra de la instrucción. No seré yo el que trate de explicar lo inexplicable de esa postura, desacertada en lo jurídico y profundamente injusta e insolidaria en lo material con las víctimas a las que debía proteger.
A pesar de todo esto, existía un apoyo fundamental para mi que a la postre fue lo que me dio fuerza y decisión para continuar, así como la seguridad de que estaba en el camino correcto, si se cree en la justicia como algo más que un sistema de aplicación de normas. Eran las víctimas.
La familia Labrador es originaria de Salamanca y emigró a Rosario (Argentina), buscando un porvenir que aquí se les negaba, sin que pudiera imaginar que, precisamente por ser españoles, iban a entregar su vida. Al recordar a Esperanza Labrador no puede evitar que las lágrimas me enturbien la vista y el recuerdo. Es difícil sufrir tanto dolor y mantener tanta dignidad. Perder a su marido, dos hijos y una nuera y presentarse firme exigiendo justicia es algo que te reconforta y te hace avergonzarte por todas las veces que has tenido dudas o desinterés por la justicia. Es imposible abandonar a estas personas, sin hacer lo que sea para que se administre justicia, para que la impunidad no sea una moneda de cambio en manos de los poderosos. Ahora, después de la elección de Néstor Kirchner como presidente de Argentina, parece que, por fin, el poder político ha dejado vía libre al judicial para que actúe sin más límite que la ley. Pero de una ley renovada tras la anulación en 2003 de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Aunque todavía a fines de 2004 la Corte Suprema no se ha pronunciado sobre el particular. Sería terrible para la humanidad y para la causa de la justicia que esta una vez más diera ejemplo de cobardía y de desprecio por el dolor insepulto de las victimas, cerrando la puerta al clamor contra aquella ignominiosa época.
Si la justificación judicial es escasa, la moral es inexistente. Ningún argumento ampararía a unos jueces que no fueran capaces de discernir entre la seguridad de unos pocos frente a la seguridad del Estado de derecho integrado por todos los ciudadanos, que son los que deben ser resarcidos porque todos son las víctimas.
Las voces que postulan el olvido pueden tener un argumento dialéctico o incluso político, pero no moral. No se puede decidir sobre aquello sobre lo que no se tiene derecho sin el consentimiento y participación de su titular. El dolor de las víctimas, el olvido y la memoria constituyen derechos inalienables y solo a ellas corresponde administrarlos.
Al juez le corresponde impartir recta e imparcial justicia, y a ello es a lo que me apliqué en la causa de Argentina. Obviamente no hablaré de los entresijos de la misma porque el deber de secreto se extiende incluso hasta estos limites, pero si puedo comentar los acontecimientos que se fueron sucediendo en aquellos años, como las comparecencias del honesto fiscal Julio Strassera, del admirado Ernesto Sábato, del premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, cle la ex presidenta de Argentina Maria Estela Martínez de Perón -incomprensible que ocupara ese cargo-, del valeroso cónsul de España en Rosario y la impúdica llamada telefónica del presidente de Argentina Carlos Menem para exigir explicaciones por la orden internacional de detención en marzo de 1997 contra Leopoldo Fortunate Galtieri. Mi negativa categórica a contestarle para mantener la dignidad de la justicia. La incoación posterior de la causa sobre los hechos delictivos similares producidos en Chile entre 1973 y 1991 en el juzgado Central de Instrucción n.° 6. La apertura como pieza separada de la investigación sobre Argentina del denominado Plan Cóndor; la puesta a disposición judicial de Adolfo Scilingo; los procesamientos; las ordenes de extradición; las primeras extradiciones no tramitadas; la extradición de Ricardo Miguel Cavallo desde México, su entrega y puesta a disposición judicial; los procesamientos; las nuevas órdenes de detención en 2003, ahora si cumplimentadas en Argentina por el juez Rodolfo Canicoba Corral el 20 de julio de 2003.
El 29 de agosto de 2003 fue un día muy triste para mi. El gobierno de José Maria Aznar se negó a dar curso a las extradiciones de los militares argentinos. Pensé que quizás no había sabido hacer las cosas como debía a la hora de plantear Judicialmente el caso. Por eso me acordé de aquella mujer de unos setenta años de edad, con su pelo blanco sobre una frente ancha, y unos ojos vivos pero transidos por las mil lagrimas mil veces vertidas, que apenas se entreabrió la puerta de mi despacho profesional, y con lágrimas en los ojos, me dijo: "gracias por recibirnos, por devolvernos la fe y la confianza en la justicia! gracias por tratarnos como personas en un tribunal de justicia!". Me quedé sin poder articular palabra. Totalmente cohibido, con unos deseos enormes de darle las gracias por haberme salvado de la desidia y de la mediocridad del cargo y por permitirme sufrir con todos ellos. Era demasiado: en los libros de derecho no había estudiado esa asignatura.
Ahora en esta situación en la que de nuevo se bloqueaba el procedimiento, no por Argentina sino por España, después de tanto camino recorrido, era como asistir a la mas absurda ceremonia de la confusión. ¿Quién estaba jugando con quien? ¿Por qué el gobierno se saltaba de forma tan grosera la legislación vigente? Alguna razón debía existir, por endeble que fuera. Ahora que el gobierno argentino no se oponía -al menos así lo entendía yo- y que el propio Senado argentino había ratificado la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y que ya no había obstáculos para investigar los hechos, se decidía que no había razón jurídica en mi petición.
El entonces ministro de Justicia, José Maria Michavila, me llamó ese 29 de agosto para ofrecerme explicaciones. Me dijo que el gobierno no había rechazado la demanda de extradición, sino que la había suspendido porque al haberse anulado las leyes de Punto Final y Obediencia Debida se podían juzgar los hechos en Argentina. "Pero ministro -le dije-, esto no es totalmente cierto, porque la Corte Suprema de Argentina todavía no ha resuelto el recurso formulado y no lo hará en mucho tiempo. Además, resulta vergonzoso que se tenga que poner en libertad a los reclamados, después de haber pedido la detención y de que se acordara esta" Me contestó que hablaríamos un poco más tarde y que el portavoz del gobierno explicaría que el juzgado había actuado correctamente. Unas horas más tarde, volví a hablar con Michavila y me comentó que el gobierno y toda la sociedad me agradecían los esfuerzos que había hecho en favor de la reconciliación en Argentina. Y añadió: "Baltasar, en este tema hemos hecho lo que nos ha pedido el gobierno argentino. Nos han pedido tiempo para poder desarrollar la acción contra la impunidad". "¿Es eso cierto?", le pregunté, un poco sorprendido por la información."Ana Palacio, ministra de Asuntos Exteriores, ha estado en constante contacto con su colega argentino a lo largo del mes de agosto.
"
La sensación del "nuevo punto final" por parte del ejecutivo español me llenaba de angustia, y la información de que había sido en cooperación intergubernamental, más aún. Por ello me puse en marcha con celeridad y conseguí hablar con el fiscal argentino Eduardo Freiler. Le informé de que mandaría a mi colega Canicoba una comunicación para que me informara si efectivamente era posible la persecución y si no lo fuera que me lo comunicara con urgencia para plantear de nuevo la extradición. Estuvo de acuerdo conmigo, pero al igual que yo tenia dudas de que esta acción evitara la libertad de los detenidos.
Al parecer Eduardo Freiler hablo con el canciller argentino y este le transmitió, según me dijo el día 30, que era verdad lo que me había comentado el ministro de justicia español. A pesar de ello, decidí que podría desplegar otra acción: después de enterarme de lo que había sucedido realmente, ya que no había conseguido evitar que los detenidos quedaran en libertad, había denunciado los hechos para que los jueces argentinos actuaran, en el marco de los convenios bilaterales de asistencia penal y de extradición. Con esta solución, si fuera aceptada, habríamos dado un paso importante para que en Argentina se iniciaran abiertamente varias o todas las causas sin necesidad de esperar a la decisión de la Corte Suprema, dada la nulidad acordada por el Parlamento. Todavía era posible que lo que era una situación adversa para las víctimas se transformara en una situación favorable. Esto último se confirmó cuando el fiscal Eduardo Freiler me llamó por teléfono y me comunicó que le había tocado por sorteo la causa del Primer Cuerpo de Ejercito derivada de mi denuncia. "iDios existe!", pensé en ese momento.
Pero no dejaba de darle vueltas a porqué el gobierno se había planteado estas alternativas discrepando del criterio del juzgado. Mis inquietudes tuvieron respuesta pronto. Exactamente el día 3 de septiembre. En esa fecha me entrevisté con el entonces ministro de Justicia Jose Maria Michavila y, para mi sorpresa, me dijo que el fiscal Fungairiño había hecho llegar al gobierno, no sabia por qué cauce, un informe contrario a la extradición y al del propio Ministerio de justicia. Me comentó que el no compartía la postura del fiscal sino la mía. Aquí si que me dejo totalmente fuera de juego, porque en honor a la verdad yo había creído que era al contrario y así se lo dije.
En todo caso, el curso de la acción de la justicia a ambos lados del Atlántico discurre ahora por caminos paralelos y con puentes de unión que facilitan el transito de información y la cooperación, como siempre debió ocurrir. Pero esta visto que la senda de la justicia nunca es fácil para los más débiles, aunque siempre la esperan con confianza, quizá porque es lo único que les queda.
No es pacífica la discusión cuando se había de estos temas y en particular sobre cuál es la mejor fórmula para que se produzca la reconciliación entre los ciudadanos cuando las consecuencias de la represión derivan de crímenes contra la humanidad, genocidio o terrorismo.
No voy a pretender aportar aquí la formula mágica para solucionar un problema tan grave como el de superar la humillación, la persecución, la degradación del ser humano hasta limites insoportables, entre las gentes de una sociedad que pretende reconstruirse.
La historia nos muestra que el dolor por la pérdida de seres queridos es a veces insuperable. Como juez debo decir que la responsabilidad penal no puede dejar de exigirse a quienes quebrantaron gravisimamente los límites de toda norma mínima de derecho. Hacerlo seria contribuir a posteriori a que las conductas que se tratan de corregir y de sancionar se conviertan en paradigmas de la impunidad.
Las fórmulas han sido diferentes en los distintos países del mundo que han sufrido esta situación. Yo rechazo de plano la pura y burda impunidad revestida de aparente legalidad, como se ha pretendido hacer en todos los países de Latinoamérica. Defiendo la reparación histórica, siempre que no excluya cualquier otra formula de exigencia de responsabilidad. El derecho a la verdad permite a la sociedad tener acceso a la información esencial para el desarrollo de los sistemas democráticos y a la vez facilita una forma de reparación a las victimas y a sus familiares.
Por eso apoyo las comisiones de la verdad o de reconciliación, siempre y cuando se constituyan para establecer cuales fueron los hechos y que debe hacerse para que no puedan volver a repetirse. Pero ese proceso quedaría desnaturalizado si incluyera la impunidad de las conductas y de las personas. "El valor de las Comisiones de la Verdad es que su creación no esta basada en la premisa de que no habrá juicios sino en que constituyen un paso en el sentido de la verdad y, oportunamente, de la justicia."
Una Comisión de la Verdad no puede ser equivalente a impunidad porque ello seria contradecir la propia esencia de la Comisión. La función judicial debe quedar expresamente reservada. Esto no es incompatible con el efecto catártico que la simple presencia de la víctima ante el juez, sin que éste le haga responsable, tiene y esa petición de justicia atendida tiene verdaderos efectos de reparación. Ahora bien, me parece adecuado que, también, como medida de reconciliación y en casos muy puntuales, una vez establecida la responsabilidad penal, se pueda disminuir la sanción mediante el ejercicio responsable del derecho de gracia, es decir, el indulto. Pero nunca antes, porque seria una solución injusta con las víctimas y no ayudaría a resolver el conflicto.
Por otra parte, la amnistía o el perdón suele aplicarse cuando la democracia sustituye a un régimen autoritario. Sin embargo, esa norma no debe aplicarse a los dictadores o represores, ya que con sus delitos han prostituido la propia idea de Estado y del ordenamiento jurídico; en España no se ha cumplido esa máxima por la ausencia de normativa penal aplicable -genocidio, lesa humanidad- en la época de la posguerra, o porque han muerto los autores responsables. Este es un capitulo oscuro de nuestra historia que al menos deberíamos limpiar con la creación de una Comisión de la Verdad o Reconciliación para rehabilitar a las miles de víctimas que fueron muertas o expulsadas de España por discrepar ideológicamente de los vencedores de la guerra que llegaron al poder alzándose ilegalmente contra el sistema constitucional.
Es cierto que hablar de los traumas que nos ahogan nos ayuda a superarlos. Por supuesto que guardar por vergüenza, por miedo o simplemente por desconfianza en las instituciones o en las personas, aquello que casi nos destruyó, no contribuye a que se resuelva, pero tampoco podemos aceptar que los represores y responsables de gravísimos crímenes contra la comunidad internacional queden impunes cada vez que deciden iniciar una aventura que suponga pérdida de vidas humanas y destrucción de los valores básicos de la democracia, porque si no se les exigen responsabilidades ante la justicia nunca podía superarse la situación y nunca habrá verdadera democracia. Lo que habrá que hacer entonces es reforzar de tal manera el sistema, dotarlo de tales controles y garantías que haga imposible una involución y posible la exigencia de responsabilidades ante la justicia, que no venganza. Sería injusto que cuando se conquista a un país o se derroca a un dictador se le pueda someter a juicio, y no cuando se exilia o se esconde con todos los beneficios que su expolio le han supuesto.
Por ejemplo, Sadam Husein. Todo el mundo ha estado de acuerdo en juzgarlo porque sus crímenes fueron atroces; sin embargo, son muchos los dictadores a los que se les ha dado amparo en países, incluso democráticos, en una forma pragmática de "a enemigo que huye, puente de plata".
Se trata de actuar cuando la jurisdicción nacional no puede o no quiere hacerlo y los delitos sean de genocidio, de lesa humanidad, de guerra o terrorismo. Frente a este tipo de crímenes contra la humanidad no hay ni puede haber fronteras. Toda la comunidad internacional es víctima de la agresión y por tanto cualquiera debe actuar. Las fronteras de un país no pueden constituirse en barreras de impunidad a favor de aquellos que propiciaron las matanzas. Es curioso que en todos estos casos se apele al principio de soberanía y al de igualdad entre estados para afirmar a continuación que ninguno puede actuar en el territorio de otro, y sin embargo se apele y se cite este mismo principio para perseguir las formas de delincuencia transfronteriza si no afectan a cualquiera que no ejerza el poder. Cuando los afectados están relacionados con el poder político o económico, la cosa cambia totalmente y se produce una especie de apropiación nacional del delito y los delincuentes, obviamente para ampararlos y no perseguirlos. Esto, aparte de un ejercicio de cinismo político, es el ejemplo más claro de que la mayoría de los lideres políticos y militares se pasan la vida blindándose ante los propios tribunales de justicia para que no les investiguen y persigan los delitos que tienen pensado cometer. Es decir, un gran número de responsables políticos, cuando acceden al poder, ya llevan consigo la intención de quebrantar la ley y por ello deben protegerse apelando a un sentimiento nacionalista de la justicia con la finalidad de quedar impunes. De aquí se desprende que hay casos en los que no se puede invocar normas de derecho interno, hechas a la medida para amparar la impunidad, como las auspiciadas por Pinochet en Chile, Fujimori en Perú, o Alfonsín y Menem en Argentina. La amnistía erosiona los esfuerzos por lograr los derechos humanos, contribuye a crear una atmósfera de impunidad entre los autores de las violaciones a esos derechos y constituye un muy grave obstáculo a los esfuerzos por consolidar la democracia y promover el respeto de los derechos humanos, a la vez que impide (la amnistía) la investigación y el castigo apropiado a los responsables de aquellos crímenes.
El mayor problema del sistema internacional de derecho es su falta de credibilidad y respetabilidad. Sobran las buenas intenciones y faltan acciones concretas, sin discriminación en función del poder del afectado. Es decir, todos estamos de acuerdo con tales normas pero nadie, salvo las victimas y unos pocos más, esta convencido de que realmente el mejor sistema de derecho para la comunidad internacional es el que se cumple, el que exige la reparación cuando se quebranta la ley. Debería ser válido el principio de obligatoriedad de las normas, tanto las nacionales como las internacionales, pero parece que existe una especie de miedo a que los mecanismos de protección funcionen cuando se trata de estas últimas, sin saber bien a que se debe ello.
Recuerdo una anécdota muy ilustrativa de lo que digo: unos días después de la entrega por México de Ricardo Miguel Cavallo, militar argentino y procesado por genocidio, torturas y terrorismo, para ser juzgado en España por los hechos acontecidos en Argentina durante la dictadura militar, dos exasesores de los presidentes Ronald Reagan y George Bush publicaron un articulo en The New York Times en el que decían que las iniciativas judiciales que aplicaban las normas internacionales para hacer efectivo el principio de justicia universal eran perturbadoras y ponían en peligro la estabilidad y soberanía de los países, ya que olvidaban que las normas que establecen este principio y protegen aquellos derechos son normas establecidas para no aplicarlas. Es decir, simplemente de decoración. A muchos nos parecerá esto una aberración, pero desgraciadamente es lo que opina mucha gente y los gobernantes autoritarios. Esta claro que estos quieren cerrar las fronteras a quienes perturban sus orgías de sangre y sufrimiento. Todo queda como en un coto privado de caza en el que es posible apropiarse de todo incluida la vida de los demás, pero en el que no se puede exigir nada.
He hecho una reflexión sobre Argentina. No sería justo si no la hiciera también respecto de Chile. En Julio de 1996, el Juzgado Central n.° 6 admitió a tramite la denuncia y querella contra Augusto Pinochet por los delitos de genocidio, terrorismo y torturas. El 13 de octubre de 1998, el abogado Juan Garcés me informó de que Amnistía Internacional le había comunicado que Augusto Pinochet Ugarte había viajado a Londres para someterse a una operación quirúrgica. No obstante, poco podía hacer, ya que el juez competente era Manuel García Castellón. Por eso recomendé a Garcés que hablara con mi colega. Pero desconfiaba de la diligencia de García Castellón. Así que paralelamente llevé a cabo gestiones discretas a través de la Interpol para que me concretaran al máximo la situación y de esa forma actuar sobre seguro.
García Castellón aceptó tramitar una comisión rogatoria para interrogar en Londres al dictador chileno. Yo no podía hacer nada. Sin embargo, la historia o el destino, quien sabe, tenían sus propios planes. Mis gestiones con la Interpol dieron su fruto. Los acontecimientos se precipitaron. El viernes 16 de octubre yo había admitido, a primera hora de la mañana, una nueva querella contra el dictador chileno por genocidio, torturas y terrorismo por su implicación en la llamada Operación Cóndor. Unas horas mas tarde, la policía británica me informo de que Pinochet había pedido el alta voluntaria del hospital en el que estaba internado. O se cursaba una orden de detención o nadie podría impedir que volviera a su país. ¿Qué hacer? No tenia suficientes elementos para redactar la orden. El proceso principal dependía de otro juzgado. Los abogados de la acusación, los que representaban a las víctimas, habían empezado a disfrutar de un merecido fin de semana. Hice lo que creía que debía hacer. Redacté la orden de detención internacional. En ese momento, no medí las consecuencias. Sólo quería evitar que se perdiera esa oportunidad de hacer justicia, de acabar con la impunidad de un hombre que tenia las manos manchadas de sangre. Quería dar una respuesta a las familias de los desaparecidos, recuperar su memoria, reparar su dignidad. Con la ayuda de un eficiente funcionario
y la lealtad de un agente de policía, hicimos llegar la orden a Londres. No pensaba que fuera a ser tramitada. Así que continué con mis planes. Me fui a Jaén para pasar el fin de semana en familia.
Pero los milagros existen. Poco antes de que acabara el día, me comunicaron que mi orden había sido cumplimentada: el dictador había sido detenido por orden de un "comunista", como el me calificó en el momento de serle comunicada la decisión: "iAh Garzón, ese comunista de mierda!".
Empezó entonces una batalla judicial que culminó dieciséis meses después cuando Pinochet descendió de un avión y sorprendentemente recuperó la salud y casi de un salto se puso en pie y dejo atrás la silla de ruedas. Quizás el aire de Santiago de Chile contribuyó a esa mejoría.
La tramitación del caso Pinochet superó todas mis expectativas. Era consciente de mi responsabilidad. En cierto modo, era un bálsamo para mitigar el dolor que los demócratas habíamos sentido cuando aquel 11 de septiembre de 1973 acabó con el sueño de libertad de Salvador Allende. Era una posibilidad única de poner las cosas en su sitio y a los autores de ese golpe de Estado contra las cuerdas. Es cierto que se me ha reprochado que me haya inmiscuido en la jurisdicción de otros países. Que debía haber dejado que los chilenos saldaran sus cuentas. Pero ¿podían hacerlo? ¿querían hacerlo? Ahora están actuando. Quizás porque los agoreros se equivocaron. La actuación de los jueces no ha
provocado el caos sino que ha devuelto la esperanza a los que perdieron todo ese 11 de septiembre. Recuerdo que el mayor reconocimiento que he tenido por esta investigación me lo ofreció la madre de un joven chileno que desapareció durante la dictadura. "Durante todos estos años -me dijo-, he tenido que soportar el dolor por la muerte de mi hijo, saber que su final fue terrible y esconder mi drama. En su país era considerado un delincuente. Los que le habían secuestrado, torturado y asesinado se pavoneaban libremente por las calles. Presumían de haber limpiado la noción de esa escoria. Eran como los nazis. Ahora, con su decisión, he recuperado la dignidad de mi hijo. No era un delincuente, sólo un muchacho con unas ideas políticas que le costaron la vida. Ahora, mi hijo descansa en paz. Los malos son los otros." A ese testimonio se sumaron miles. Toda la rabia contenida de las familias de las víctimas durante todos esos años llenaron las calles. Las manifestaciones se sucedían. Las decisiones de los tribunales españoles y británicos eran recibidas con algarabías populares. Gritos, lágrimas de alegría, aplausos y un sentimiento de paz eran las expresiones de esas concentraciones. Las puertas del tabernáculo de la justicia se habían abierto y habían dado entrada a todos aquellos que durante decenas de años habían carecido de voz. Ahora veían escenificado, con toda la solemnidad de los ritos y sin que las fuerzas militares o fácticas pudieran hacer otra cosa que respetar el Estado de derecho, el principio de la igualdad de todos ante la ley. ¿Qué mejor celebración para el quincuagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos?
Pero no fue un camino fácil. Mas bien, una carrera de obstáculos. Las primeras pegas surgieron en la fiscalía de la Audiencia Nacional. El ministerio público se empleó a fondo para que el caso no prosperase. En toda mi carrera judicial no he tramitado tantos recursos interpuestos por el ministerio publico. Y espero no tener que volver a hacerlo.
La batalla jurídica se desarrolló en dos escenarios. La Audiencia Nacional y los Tribunales de Londres. Mis compañeros tenían que ratificar que los delitos cometidos por el dictador chileno habían traspasado las fronteras y eran perseguibles en cualquier lugar del mundo por ser delitos contra la humanidad. El debate fue largo e intenso. Pero al final se ganó. Las familias de las víctimas lloraron de alegría, por primera vez en muchos años, cuando el presidente del tribunal, Carlos Cezón, les comunico que la Audiencia Nacional podía y debía investigar esos atroces crímenes. Previamente, mi colega García Castellón me remitió su investigación. A partir del 20 de octubre de 1998 fui el juez encargado del caso Pinochet en exclusiva.
Pero no todo estaba ganado. En Londres, los abogados del dictador chileno desplegaron toda su artillería. Primero, recurrieron la orden de detención. Perdieron. Luego, apelaron contra la demanda de extradición. Perdieron. La Cámara de los Lores apoyó el proceso. Aún se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo la votación. Tres a dos.
Pero ese acuerdo histórico -reconocía que Pinochet no tenia inmunidad y podía ser juzgado por los crímenes de tortura cometidos bajo su mandato- fue anulado por un defecto de forma, ya que uno de los lores está casado con una afiliada a Amnistía Internacional, una de las partes del proceso. La vista se repitió en enero. En marzo, la cámara volvió a apoyar la entrega. Ahora por seis votos a uno. Sin embargo, a medida que la justicia desbrozaba el camino, la política hacia su entrada. Los gobiernos español y británico no pudieron o no quisieron hacer frente a la presión del ejecutivo de Chile. Y cedieron. El ministro del Interior del Reino Unido, Jack Straw, hasta entonces un claro defensor de los derechos humanos, se escudó en unos informes, médicos para mandar a su Chile natal al dictador. iQué decepción! Como español y como juez me sentí avergonzado por la decisión de un gobierno -el español- que había hecho dejación de sus obligaciones en este proceso de extradición, y por el hecho de que fuera otro país, Bélgica, el que asumiera el protagonismo en la defensa de los derechos humanos, en un caso iniciado por nosotros, al recurrir la decisión del ministro británico. La verdad es que durante todo este tiempo no me he sentido solo en ningún momento. Las victimas, su recuerdo y sus derechos me han hecho compañía junto con todos aquellos que creen que la justicia debe imperar sobre la oportunidad política.
La decisión de autorizar a Pinochet a volver a su país me dejo muy frió. Solo pensé en las victimas para las que por siempre ira mi solidaridad y cariño. A duras penas pude contener mis lagrimas. Llore de rabia e impotencia frente al poder político y por la indiferencia ante estos hechos de la gran mayoría de los ciudadanos. Por estas omisiones y actitudes pasivas suceden luego otras cosas que son aceptadas como algo normal. ¿Cuándo dejaremos de aceptar que nos manipulen una y mil veces, con bellas palabras o con falsas actitudes en aras de la democracia y de la defensa de la patria? No he podido hacer más, me he quedado decenas de noches sin dormir, sin atender a mi familia, sin disfrutar de ellos ni de mis amigos, me la he jugado, he trabajado con denuedo, me he dejado la piel y lo he hecho gustoso, como siempre, porque merecía la pena.
Alguna vez pensé que el juicio era posible y que de esta forma la justicia ocuparía el lugar que debe tener en la defensa de los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, al final, la política, la de los pactos urdidos en secreto, llenos de componendas y de miserias transidas por lo económico, puso fin a una utopía.
Las victimas, tan manoseadas por tantos, tan utilizadas políticamente por todos, quedaron, de nuevo, solas y desamparadas. Son seres molestos que han cometido el terrible delito de existir para recordar la miseria humana.
A mi hija María le afecto mucho esa decisión.
-Papa, sentiste tanto dolor y tristeza como los he experimentado yo?
-Si, hija, dolor por las victimas. Pero también agradecimiento. Nunca se me olvidarán tantas caras, tantos rostros en los que todavía y a pesar de los años, se conserva el dolor por los seres queridos o por la propia humillación. Nunca pasarán de mí tantas voces y tantas palabras que abrieron su corazón y su memoria para que las escuchara, para implorar justicia, para que entendiera que no es posible hacer la paz sobre montones de cadáveres.
Había valido para algo el esfuerzo? A pesar del resultado negativo, creo que si mereció la pena hacer todo lo que se hizo. Con ello fuimos un poco más libres, creímos un poco más en la justicia, se demostró que a pesar de los acuerdos políticos hay limites que no pueden superarse y que la justicia tiene un papel que desarrollar en la resolución de conflictos, y que, después de toda esta historia, el miedo a la impunidad es un poco menor.
Los ciudadanos habíamos recuperado un espacio que había estado secuestrado durante mucho tiempo. Ahora, sin miedo, podíamos afirmar ante la justicia que no todo está permitido. Esto nadie podía quitárnoslo. Ya nadie podría mirar con desprecio a las victimas impunemente. De alguna forma esta había sido su reivindicación histórica y su victoria sobre un dictador decrépito, engreído y soberbio hasta el final, o mejor sobre todos los dictadores que nunca han sentido vergüenza de estar vivos.
Para todos los que tuvimos ocasión de ver de nuevo los pasajes del horror, de volver la vista atrás y sentir a aquellos que fueron injusta y vilmente arrojados al arcén de la
vida con la mayor impudicia, la vida será un puzzle al que le faltan piezas. Esa mirada retrospectiva nos ayudará a superar la culpable indiferencia y a recuperar la fraternidad con los humillados como bálsamo que cubre las heridas abiertas por tantas injusticias y cobardía. Por cierto, cuatro años después Augusto Pinochet, a pesar de su edad, sigue disfrutando de una envidiable salud. ¿Qué pensara Straw cuando haya leído el nuevo informe sobre las torturas y las atrocidades de aquel régimen al frente del cual estaba al que puso en libertad? Pero la justicia para las victimas llega antes o después, y ahora, en esta primavera chilena renovada y solidaria podemos mirar con satisfacción y afirmar que lo que se hizo mereció la pena.
En esa solidaridad la que el día 15 de diciembre de 2004 nuevamente recorrió las arterias de la sociedad española y sacudió nuestra cansina existencia. En esta ocasión la lección ha venido de la mano de una mujer menuda, de una madre destrozada, Pilar Manjón, por la perdida de su hijo en los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, y en representación de todas las victimas de esos crueles ataques.
Por fin, con toda la publicidad necesaria, la clase política, las instituciones, los medios de comunicación, han tenido que bajar los párpados porque la vergüenza les impedía -como al señor Zaplana, que en forma absurda y parsimoniosa