César Tomé hablaba en su blog Experientia Docet de un increíble estudio de la Universidad de California del Sur desarrollando un sistema por el cual los recuerdos están o no están, literalmente, accionando un interruptor.
Y ahora, en Apuntes científicos desde el MIT, Pere Estupinyá entrevista a la neurocientífica Carmen Inda sobre las investigaciones que nos acercan a la ciencia ficción y a la posibilidad de borrar recuerdos.
Fuente: Amazings.es
Muchos estadounidenses creen que la memoria es más potente, confiable y objetiva de lo que es en realidad, según una encuesta reciente.
La encuesta telefónica a 1500 personas halló que casi dos tercios consideraban que la memoria humana era como una cámara de vídeo que grababa información detallada para revivirla luego, según los investigadores. Casi la mitad de los participantes creían que una vez las experiencias se almacenan en la memoria, esas memorias no cambian, y casi 40 por ciento afirmaron que el testimonio de un solo testigo ocular confiado debería ser suficiente para condenar a alguien por un crimen.
Pero los investigadores señalaron que éstas y otras creencias sobre la memoria no son respaldadas por la investigación, que muestra que la memoria puede ser imprecisa, e incluso manipularse. Por ejemplo, incluso los testigos que se sienten confiados sobre lo que han visto se equivocan alrededor del 30 por ciento de las veces.
«La falibilidad de la memoria está bien establecida en la literatura científica, pero las intuiciones erróneas sobre la memoria persisten», señaló en un comunicado de prensa de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign el colíder del estudio Christopher Chabris, profesor de psicología del Colegio Union de Schenectady, Nueva York. «La extensión de esas creencias erróneas ayuda a explicar por qué tanta gente supone que los políticos que tal vez simplemente recuerdan las cosas mal deben de estar mintiendo a propósito».
Estos hallazgos tienen implicaciones importantes en varias áreas, incluso casos legales. «Nuestras memorias pueden cambiar incluso sin darnos cuenta», señaló en el comunicado de prensa el colíder del estudio Daniel Simons, profesor de psicología de la Universidad de Illinois. «Esto significa que si un acusado no puede recordar algo, un jurado podría suponer que miente. Y recordar mal un detalle puede dañar la credibilidad del resto del testimonio, cuando tal vez solo refleje la falibilidad normal de la memoria».
El estudio aparece en la revista PLoS One.
Fuente: Medline
El húmedo uno de agosto de 1966, Charles Whitman tomó un ascensor al último piso de la torre de la Universidad de Texas en Austin. Tenía 25 años. Subió las escaleras hasta el mirador, cargando un baúl repleto de armas y munición. Arriba, mató a una recepcionista con la culata de su rifle. Aparecieron dos familias de turistas por el hueco de la escalera; les disparó a quemarropa. Después empezó a disparar indiscriminadamente desde arriba a las personas que estaban abajo. La primera mujer a la que disparó estaba embarazada. Cuando su novio se arrodilló para auxiliarla, Whitman le disparó también. Disparó a los peatones de la calle y a un conductor de ambulancia que había venido a rescatarlos.
La noche anterior, Whitman se había sentado a su máquina de escribir y redactado una nota de suicidio:
«No me entiendo a mí mismo estos días. Se supone que soy un joven medianamente razonable e inteligente. Sin embargo, últimamente (no logro recordar cuándo empezó) he sido víctima de muchos pensamientos extraños e irracionales.»
Para cuando la policía lo mató a tiros, Whitman había matado a 13 personas y herido a otras 32. La noticia de esta masacre copó los titulares del día siguiente. Y cuando la policía fue a su casa a investigar las pistas, la historia se volvió aún más extraña: en las primeras horas de la mañana del día del tiroteo, había asesinado a su madre y apuñalado a su mujer hasta la muerte mientras dormía.
«Fue después de pensarlo mucho que decidí matar a mi mujer, Kathy, esta noche… La quiero mucho y ha sido la buena mujer que cualquier hombre pudiera desear. No puedo señalar ninguna razón específica para hacer esto…»
Junto a la conmoción de los asesinatos se hallaba otra sorpresa, aún más oculta: la yuxtaposición de sus aberrantes actos con su anodina vida personal. Whitman era Scout Águila y ex marine, estudió ingeniería arquitectónica en la Universidad de Texas; trabajó brevemente como cajero de un banco y fue monitor voluntario en la V Tropa de los Boy Scouts de Austin. De niño, había obtenido 138 puntos en la escala de Stanford-Binet, situándose en el percentil 99. De modo que, tras su masacre desde la torre de la Universidad de Texas, todo el mundo quería respuestas.
En ese sentido, también las quería Whitman. En su nota de suicidio pedía que se le realizara una autopsia para determinar si había cambiado algo en su cerebro, porque lo sospechaba.
Se descubrió que el cerebro de Whitman albergaba un tumor del diámetro de una moneda de cinco centavos. Este tumor, llamado glioblastoma, se había extendido desde la parta baja de una estructura llamada tálamo, afectando al hipotálamo y comprimiendo una tercera región llamada amígdala. La amígdala está implicada en la regulación emocional, especialmente el miedo y la agresividad. A finales de 1800, los investigadores descubrieron que el daño de la amígdala podía producir perturbaciones emocionales y sociales. En los años 30, los investigadores Heinrich Klüver y Paul Bucy demostraron que el daño de la amígdala en los monos producía una serie de síntomas, incluyendo la ausencia de miedo, la atrofia emocional y la reacción desmesurada. Las monas hembras con daños en la amigdala tendían al abandono o al abuso físico de sus crías. En los humanos, la actividad en la amígdala aumenta cuando se les enseñan caras amenazantes, cuando son puestos en situaciones aterradoras o experimentan fobias sociales. La intuición de Whitman sobre sí mismo —que algo en su cerebro estaba modificando su comportamiento— daba en el clavo.
Las historias como la de Whitman no son poco comunes: afloran cada vez más las causas legales relacionadas con daños cerebrales. A medida que desarrollamos tecnologías mejores para explorar el cerebro, se detectan más problemas, y se vinculan más fácilmente con la conducta aberrante.
A medida que mejora nuestra comprensión del cerebro humano, los juristas se ven cada vez más desafiados con este tipo de preguntas. Cuando un criminal, hoy, se pone ante el estrado del juez, el sistema legal quiere saber si él es culpable. ¿Fue su culpa, o culpa de su biología? Yo sostengo que es la pregunta equivocada. Las elecciones que hacemos están inseparablemente unidas a nuestros circuitos neuronales, y por tanto no tenemos ningún modo significativo de separar ambas cosas. Cuanto más aprendemos, más complejo se vuelve el aparentemente sencillo concepto de culpabilidad, y más se debilitan los fundamentos de nuestro sistema legal.
El resultado es que podemos construir un sistema legal informado más profundamente por la ciencia, donde seguiremos sacando a los criminales de las calles pero adaptando las sentencias, impulsaremos nuevas oportunidades para la rehabilitación, y estructuraremos mejores incentivos para la buena conducta. Los descubrimientos de la neurociencia indican un nuevo camino hacia delante para la ley y el orden —uno que conducirá a un sistema más rentable, humano y flexible del que tenemos hoy—. Con la ciencia del cerebro moderna claramente establecida, es difícil justificar que nuestro sistema legal pueda seguir funcionando sin tener en cuenta lo que hemos aprendido.
El sistema legal se basa en la hipótesis de que somos «razonadores prácticos», un término técnico que presume, en el fondo, la existencia del libre albedrío. La idea es que hacemos uso de la deliberación consciente cuando decidimos cómo actuar, es decir, que en la ausencia de coacción externa, tomamos decisiones libremente. Este concepto del razonador práctico es intuitivo, pero problemático.
El libre albedrío podría existir (podría estar simplemente más allá de nuestra ciencia actual), pero una cosa parece clara: si existe el libre albedrío, tiene poco sitio para operar. En el mejor de los casos, podría ser un pequeño factor funcionando por encima de las inmensas redes neuronales moldeadas por los genes y el entorno. De hecho, el libre albedrío podría resultar siendo tan pequeño que acabaremos pensando sobre las malas decisiones de la misma forma en que pensamos sobre cualquier proceso físico, como la diabetes o las enfermedades pulmonares.
La neurociencia está empezando a tocar cuestiones que antes eran del dominio exclusivo de filósofos y psicólogos; cuestiones sobre cómo la gente toma decisiones y el grado en el que dichas decisiones son verdaderamente «libres». No son cuestiones ociosas. Al final, darán forma al futuro de la teoría legal y crearán una jurisprudencia más informada por la biología.
Ampliar información en: la tercera cultura
Un milímetro cúbico de violencia absoluta … En una subdivisión muy pequeña de un centro del cerebro llamada hipotálamo, se han identificado las neuronas que causan la agresión ciega, dirigida tanto contra congéneres y en contra de objetos. Estos experimentos se realizaron en el Instituto de Tecnología de California (EE.UU.), en ratas de laboratorio, en las que las neuronas de esta pequeña área del cerebro – la división ventrolateral del hipotálamo ventromedial – fueron impulsadas por una técnica llamada optogenética.
Este método consiste en introducir, a través de un virus, una proteína fotosensible en las neuronas: se activa la actividad eléctrica de una neurona tan pronto como se ilumina con un haz de luz.
En concreto, las ratas bajo estudio portan una fibra óptica que entra en el cerebro, e ilumina en detalle una neurona en particular, que se activa.La activación de las neuronas en esta pequeña área del hipotálamo provoca ataques de rabia en ratas macho que atacan a otros machos por lo general, saltando sobre sus espaldas, hacen lo mismo con las hembras y con cualquier objeto que se les presentan . La agresión es mecánica, y no una reacción a una amenaza o rivalidad entre los machos, o incluso una señal del dominio sexual.
Los neurocientíficos han querido poner a prueba una hipótesis: ¿las neuronas de la violencia podrían ser neutralizados por las de la actividad sexual? Ambas se concentran en efecto en el hipotálamo ventromedial. El equipo observó que cuando una rata macho se coloca en la presencia de una hembra y comenzó su cortejo, la fotoactivación de sus neuronas de violencia no provoca agresión en un 80 por ciento de los casos (frente a 100 por ciento en el ausencia de «noviazgo»), pero en, en el momento del coito, la fotoactivación no causa la agresión de la mujer más que en un 30 por ciento de los casos. Por amor, la rata se dulcifica.
Por lo tanto, la actividad sexual y la agresión parecen implicar redes neuronales cercanas y en parte entrelazadas, pero que se inhiben. Tal vez porque la reproducción está vinculada, en la mayoría de las especies animales, tanto al combate contra sus rivales potenciales, y a la inhibición de la violencia a fin de no poner en peligro el objetivo de la procreación: la descendencia.
Fuente: Cerveau & Pyscho