Un estudio de la Universidad de Granada (UGR) sostiene que el tratamiento que dan los los medios de comunicación del caso de Marta del Castillo es «extremadamente peligroso» y, en este y otros casos similares, genera concepciones «erróneas» sobre la violencia de género porque tiende a buscar «supuestos motivos o causas» que desencadenan un crimen.
El estudio del departamento de Psicología Social y Metodología de Ciencias del Comportamiento de la UGR, que adelantó hoy la UGR, concluye así que los medios pueden provocar que la sociedad justifique la violencia de género.
De esta manera, las autoras del trabajo, María Carmen Herrera y Francisca Expósito, consideran que la difusión de los posibles motivos o causas que desencadenan un crimen «lleva a las personas a intentar encontrar una razón a un hecho que debería de ser, en cualquier caso, injustificable».
El estudio se hizo con una muestra formada por 300 estudiantes de distintas facultades de la UGR, que leyeron distintas noticias en periódicos sobre casos de violencia de género. A la luz de los resultados, las profesoras destacan que en el tratamiento de las noticias encontraron con frecuencia «justificaciones o motivos» (alcohol, celos, discusiones) «que los medios de comunicación presentan a la audiencia como posibles causas del hecho que se describe».
Los resultados de este trabajo serán publicados en el próximo número de la revista «Anuario de Psicología Jurídica».
Fuente: EuropaPress
En el escalafón de los asesinos en serie se da la macabra coincidencia de que varios de los más prolíficos han resultado ser médicos. El peor de todos ha sido el británico Harold Shipman, quien en enero del 2004 se ahorró con una sábana al cuello el tedio de cumplir las quince cadenas perpetuas que le aplicó un juez británico por el asesinato de igual número de personas. Algunas investigaciones indican que pudo haber matado al menos a doscientas más entre 1974 y 1998. Jack Kevorkian, el médico que poco antes lo precedió en el título, organizó el suicidio de 130 de sus pacientes y se promocionó como un activo defensor de la eutanasia hasta que se le ocurrió filmarse mientras participaba en el suicidio de un hombre y lo hizo pasar por televisión. Un jurado de Michigan lo condenó en 1999 por asesinato en segundo grado. Al año siguiente, un estudio reveló que el 70% de sus voluntarios no tenía enfermedades terminales, como se pensó en un momento. Alguien dirá que entre uno y otro hay muchos matices por considerar, pero es de matices diversos, casi todos macabros, que está cubierta la lista de los doctores de la muerte.
Cara de bueno
Antes de revelarse como asesino, Harold Shipman, de 54 años, era lo que se dice un médico intachable. Muchos de sus pacientes hasta lo llamaban ‘Doctor Amistad’, por lo agradable que parecía, al punto que pocos deudos sospechaban cuando él descartaba la necesidad de autopsia en sus víctimas y sugería a los familiares la inmediata cremación de los cuerpos. El asunto comenzó a develarse cuando sus colegas de la localidad de Hyde notaron que estaba expidiendo demasiados certificados de defunción. Shipman fue investigado por las autoridades, pero quedó libre de sospecha ante la eventual falta de pruebas. Poco después, el hombre mató a tres pacientes más.
Hubiera seguido así de no ser porque la codicia lo hizo tropezar. A mediados de 1998, la hija de una de sus víctimas se dio con la sorpresa de que la fallecida había dejado todos sus bienes al médico. Las sospechas partieron de la firma que figuraba en el testamento. La policía encontró que no solo se trataba de una rúbrica falsa, sino que el documento había sido escrito en la máquina del asesino. La exhumación del cadáver arrojó que la paciente había muerto por una sobredosis de morfina.
El juicio desbordó hasta el escándalo cuando se descubrió que el hombre había asesinado de la misma manera a otras 14 pacientes. Su método era el mismo: escogía mujeres mayores de 75 años, se ganaba su confianza, se convertía en su médico de cabecera y, por lo general en la tarde, mientras estaban solas, las asesinaba con sobredosis de la misma droga. Algunas murieron tras pedirle consulta para malestares tan leves como un resfriado.
La policía descubrió que el hombre emitía recetas falsas con las que recorría farmacias para comprar las cantidades permitidas de morfina. En otros casos, robaba las dosis de otras pacientes que fallecían de cáncer. La fiscalía estableció una conexión entre sus crímenes y su propia vida: a los 17 años, Shipman quedó marcado por la agonía de su madre, que usaba fuertes dosis de morfina para aliviar las dolencias de un cáncer terminal de pulmón. Se supone que allí le nació la fascinación de provocar la agonía o el desequilibrio de creerse Dios. El juez que lo juzgaba terminó asqueado del caso: «Usted ha cometido horrendos crímenes -dijo al momento de dictar sentencia-. Asesinó a cada una de sus pacientes con calculada y helada perversión de su capacidad médica. Usted era, antes que nada, el médico de esas personas».
Shipman recibió la condena de quince cadenas perpetuas sin inmutarse. Se dice que, ya en prisión, se mostraba arrogante y agresivo, aunque de vez en cuando accedía a dar algún consejo de salud. Los psiquiatras encontraron que, dentro de todo, no revestía peligro para sí ni para los demás. Ahora se investiga cómo es que decidió matarse.
–Todo indica que este caso de un médico tan siniestro, con motivaciones tan macabras, ocurre solo una vez en la vida -dijo en su momento el médico del Gobierno que investigó las muertes de sus pacientes.
Es obvio que estaba equivocado.
Perversiones médicas
El sudafricano [Enlace bloqueado por la Tasa española AEDE]debe figurar entre las mentes más perversas de la historia médica. Durante el régimen de segregación racial, este médico tuvo a cargo un programa de guerra bacteriológica denominado Proyecto Costa, entre cuyos objetivos estaba el desarrollar un veneno que solo afectara a la gente de raza negra. En sus experimentos hacía atar a hombres negros a los árboles de su jardín y los rociaba con un gel experimental para ver si amanecían muertos. Si esto no sucedía, les inoculaba un relajante muscular que les provocaba la muerte en cuestión de horas. En su búsqueda de ‘venenos inteligentes’ hacía que los sujetos de prueba fumaran cigarrillos con ántrax, ingirieran azúcar infectada con salmonela o whisky mezclado con herbicidas. Basson contó con un presupuesto ilimitado para sus investigaciones, hasta que cayó en desgracia en 1997 bajo el cargo formal de vender éxtasis a un policía encubierto.
Entonces ya lo llamaban ‘El Doctor Muerte’, apelativo que, para el efecto, señala a los más refinados traidores al juramento hipocrático. A la maldad encarnada. Parece haber una irrefrenable fascinación por la muerte en quienes juran salvar vidas y terminan aniquilándolas. Al médico austríaco Heinrich Gross le dio por experimentar en niños con retraso mental que llegaron a su cuidado en la célebre clínica psiquiátrica Steinhof, en Viena. En 1978, Gross admitió haber obtenido 300 cerebros de niños fallecidos en la clínica. Se presume que muchos fueron asesinados. Años después se hizo pública la existencia en esa clínica de 772 frascos con cerebros de niños sometidos a experimentos. Gross enfrentó dos juicios por esos crímenes, pero nunca fue condenado. Un tecnicismo legal le permitió salir libre por cuestión de edad.
Angeles de la muerte
Tal vez sea en esa frontera entre la vida y la muerte que ciertos médicos extravían sus propósitos. Algunos llegan a sentirse con la potestad de administrar la agonía. El australiano Philip Nitschke, defensor de la eutanasia, ha hecho toda una carrera como inventor de sistemas para suicidarse. Entre sus creaciones hay bolsas perfectamente herméticas para causar la sofocación del suicida, carpas para acampar que se llenan de gases tóxicos y una máquina que administra veneno mediante un programa interactivo. En este caso, el paciente se conecta un dispositivo intravenoso al brazo, entra al sistema y acciona los comandos hasta llegar a la pregunta decisiva: «Si usted desea quitarse la vida, presione Enter». Otro de sus artefactos suicidas es el COGen, una máquina del tamaño de una lata que contiene una mezcla de extracto de levadura, salsa picante y monóxido de carbono. Lo vende al módico precio de 30 euros.
Hace unos años, Nitschke fue detenido cuando trataba de entrar a Estados Unidos con este aparato. Sus detractores lo acusan de ser un sensacionalista que solo busca promocionar la eutanasia en el mundo. Para no desanimarlos, el médico lanzó su llamada «píldora suicida» y ofreció la fórmula a quien quisiera administrársela. Se especula que 200 personas se contactaron de inmediato con él para obtenerla.
Por supuesto, Nitscke reconoce influencias en esta manera de pensar que vienen desde su admirado Jack Kevorkian, otro defensor de la eutanasia, que todavía cumple una condena a 25 años en una cárcel de Michigan por asesinato en segundo grado. Kevorkian inventó su propia máquina de suicidio, aunque esta requería su intervención directa para funcionar adecuadamente. Fue ese detalle el que apareció en el video que él mismo se encargó de difundir a la televisión estadounidense y terminó por convencer a sus acusadores de que no era tan inocente como se presentaba.
Kevorkian se había librado de varios juicios, pero el que motivó ese suicidio filmado terminó con su campaña. «No me importa ir a la cárcel porque con 70 años tengo poco tiempo de vida», dijo al escuchar el veredicto que lo señaló culpable. Era la misma razón que lo llevó a administrar una muerte asistida a sus pacientes, en su mayoría gente solitaria y depresiva.
No serán los últimos doctores de la muerte, eso es seguro. La frontera todavía está abierta y muchos se perderán en el camino, por una u otra razón. Hipócrates tiene varias traiciones por delante. «Todo indica que este caso de un médico tan siniestro, con motivaciones tan macabras, ocurre solo una vez en la vida”, dijo. Es obvio que se equivocó.
Fuente: El Comercio.com.pe