En otra fantabulosa columna (El Espectador, Colombia), Klaus Ziegler critica las hipótesis que han pretendido entrar en la medicina pero que no han contado con la evidencia pertinente para conseguirlo, termina con esto:
La teoría de la armonía y el desequilibrio de las energías vitales es sin duda la más elemental. Sin embargo, el mismo modelo primitivo persiste intacto en casi todas las llamadas “medicinas alternativas”, apoyado ahora en la parafernalia espuria de la jerga pseudocientífica. Y no es la pretensión científica lo que indigna, sino el engaño. Panaceas que prometen curas mágicas para todo tipo de males se promocionan a diario en la radio y la televisión. Y todo ello sin necesidad de recurrir a métodos invasivos, y a precios, en comparación, exiguos.
Si los fármacos y procedimientos de la medicina alopática deben someterse a rigurosas pruebas de laboratorio, y a innumerables ensayos clínicos, ¿por qué no se utiliza el mismo rasero cuando se trata de medicinas alternativas y drogas naturistas? Es hora de que los organismos reguladores exijan pruebas sólidas de su eficacia, máxime si tenemos en cuenta que en la gran mayoría de los casos estos procedimientos jamás han demostrado tener una eficacia por encima del tratamiento con placebos. Y no son pocas las circunstancias en que esas drogas resultan tóxicas o enmascaran enfermedades progresivas y mortales. Los costos para el sistema de salud son incalculables, sólo proporcionales al lucro generado por prácticas irresponsables que se alimentan de la ignorancia y prosperan en el dolor y la desesperanza.
Las historias sobre presuntas conversiones de ateos en el lecho de muerte, o en presencia de acontecimientos traumáticos, son casi un subgénero literario de la apologética religiosa. Algunos de los casos más sonados afectan a Voltaire, Nietzsche, Darwin, Sartre o Carl Sagan. Pese a que siguen disfrutando de una amplia difusión, la mayoría de estas anécdotas edificantes son en realidad apócrifas y algunas han sido desmentidas por los propios familiares cercanos. Anne Druyan, para poner un ejemplo, rechazó en el epílogo de Billions and Billions: Thoughts on Life and Death at the Brink of the Millennium las “fantasías de los integristas” sobre la conversión postrera de su esposo Carl Sagan. Otros ejemplos más recientes, como el de Christopher Hitchens, dejan menos resquicios para dudas y maquinaciones.
Sólo muy recientemente han empezado a estudiarse experimentalmente los efectos que tiene el pensamiento de la muerte sobre las creencias de las personas. En 2006 Norenzayan y Hansen [PDF] estudiaron la forma en que la conciencia de la muerte afecta a la creencia en agentes sobrenaturales. Su trabajo avaló en apariencia la llamada “teoría de la gestión del terror” (Terror Management Theory): la conciencia de la muerte no sólo aumentaría la religiosidad en general, sino que también reforzaría las creencias culturales de las personas; esto es, los cristianos tenderían a reforzar su fe en Jesucristo y su negación de Alá o Buda, mientras que los musulmanes reforzarían su fe en Alá y su negación de Jesucristo o Buda. Muy significativamente, los recordatorios de la muerte también fomentarían también la religiosidad de los agnósticos, pero no así de los ateos.
Un trabajo de Jonathan Jong, publicado este año en Journal of experimental psychology ha discutido estos resultados, mostrando que pensar subliminalmente en la muerte puede hacer que los «no creyentes» consideren los conceptos religiosos algo menos imaginarios. Otro estudio reciente, de Kenneth Vail y sus colegas es, sin embargo, escéptico: los ateos resultan ser bastante irreligiosos se les obligue o no a pensar en la muerte. Para Vail, que es psicólogo experimental en la universidad de Missouri, «el consuelo de la religión no parece ser una necesidad universal».
Fuente: La revolución naturalista