En primavera de 2008, 14 estudiantes de paleontología de la Universidad Complutense de Madrid corrían por una playa de Asturias por petición de un geólogo planetario amigo de su directora de prácticas. Javier Ruiz, de la Universidad Complutense de Madrid, y su compañera Angélica Torices, de la Universidad de Alberta (Canadá), querían comprobar, por curiosidad, con qué precisión se puede calcular la velocidad de un individuo a partir de sus huellas.
Los resultados, publicados en 2013 en la revista Ichnos, muestran que sin necesidad de otros datos como la longitud de la pierna se consigue una precisión considerablemente alta, con un error de entre el 10 % y el 15 %.
“Para humanos somos capaces de calcular, con una aproximación muy buena, la velocidad a partir solamente de la longitud de la zancada” asegura Javier Ruiz a SINC.
Los autores aplicaron su fórmula para estimar la velocidad a la que se desplazaban los humanos responsables de unas huellas fósiles del Pleistoceno encontradas en Australia, en la región de los lagos Willandra.
“Un estudio anterior había hecho un cálculo muy elaborado de su velocidad, pero los resultados eran tan altos como si fueran atletas profesionales” explica Ruiz. Los obtenidos por él muestran un ritmo razonable de sprint.
Para elaborar su ecuación, Ruiz y Torices compararon los datos obtenidos en el experimento de los estudiantes con los de atletas profesionales que compiten en carreras de 100 y 400 metros.
Hasta ahora, para calcular la velocidad a partir de huellas se necesitaba conocer la longitud de la pierna del individuo, o al menos una estimación. Se utilizaba una ecuación que el zoólogo británico Robert McNeil Alexander formuló en 1976 utilizando solamente los datos obtenidos de las carreras de sus hijos.
Ruiz y Torices midieron la velocidad y la zancada de los estudiantes mientras corrían por la playa y aplicaron la ecuación de Alexander. “Los datos se ajustaban muy bien a la ecuación –explica Ruiz–. Alexander hizo un buen trabajo con pocos datos estadísticos pero con mucha base matemática, y nosotros empíricamente hemos visto que su ecuación es muy acertada”.
Referencia bibliográfica:
J. Ruiz y A. Torices. “Humans running at stadiums and beaches and the accuracy of speed estimations from fossils trackways” Ichnos DOI: 10.1080/10420940.2012.759115
Fuente: SINC
Imagen de Oriol Arnau via photopin CC
Cuanto más conocimiento tenga, más críticamente puedo pensar. Esta no es la única relación entre conocimiento y pensamiento crítico. También está la relación en contrasentido, que mi capacidad de pensamiento crítico sobre algo denota el conocimiento que tengo sobre ese algo. En definitiva, conocimiento y pensamiento crítico son como hermanos siameses.
Conocimiento es entender, interpretar y, en última instancia, tener una idea sobre cómo se ha de intervenir, cuáles son las apuestas que hay que hacer o hacia dónde hay que transformar.
Escuchaba hace unos días una entrevista en la radio en la que hablaban de coeficientes intelectuales, niños prodigio, superdotados y genios. Pusieron el ejemplo de William James Sidis [Link wikipedia], que considerado una de las personas más inteligentes de la historia, no ha legado ninguna aportación destacable a la humanidad. Una cosa es la capacidad potencial y otra la capacidad que desarrollamos.
Tanto el pensamiento –crítico–, como –su hermano siamés– el conocimiento, para desarrollarse necesitan unos ingredientes que, sin ánimo de exhaustividad, voy a tratar de identificar:
Artículo completo en: Maite Darceles