Las macabras consecuencias del fundamentalismo religioso y sus reiteradas manifestaciones en la vida cotidiana son un fuerte motivador para el ejercicio activo y velado del escepticismo.
Para vergüenza de la humanidad, cual epítome de la barbarie intelectual, horrorizados nos enteramos de otro caso más en que el sostenimiento dogmático de ideas absurdas sustentó actos absurdos que conllevaron un innecesario e injustificado sufrimiento, tortura y muerte de un inocente; cual Edad Media, carbonizando vivo en una pira a un bebé varón con dos días de nacido.
Adrian Raine, profesor de psiquiatría, criminología y psicología en la Universidad de Pensilvania (EE.UU.), trata sobre las ventajas de que los sistemas jurídicos adopten el conocimiento científico, en este caso, la neurocriminología, a la hora de dictar sentencia y reducir condenas y predecir la conducta criminal:
No hay duda de que la neurocriminología nos pone en terrenos difíciles, y algunos desean que no existiera en absoluto. ¿Cómo sabemos que los viejos tiempos de la eugenesia realmente terminaron? ¿Acaso no es la investigación sobre la anatomía de la violencia un paso hacia un mundo donde se pierden nuestros derechos humanos fundamentales?
Podemos evitar estos resultados calamitosos. Una comprensión más profunda de las causas biológicas tempranas de la violencia puede ayudarnos a tomar un enfoque de mayor empatía, comprensión y más misericordioso tanto con las víctimas de la violencia como con los propios prisioneros. Sería un paso adelante en un proceso que debe expresar los más altos valores de nuestra civilización.
Por un lado, Raine admite que aunque en la mente criminal, la genética juega un papel poderoso, el entorno lo hace en menor medida. Por otra parte, entender que no existe el libre albedrío no aboliría las cárceles ni el sistema de justicia criminal, porque, como explica, Jerry Coyne, seguiríamos «castigando a la gente para alejarlos de la sociedad, para dar un ejemplo para los demás -esto afecta a sus propias decisiones futuras- y para reformar a las personas».
Entre más rápido se acepte la inexistencia del libre albedrío en nuestros sistemas de justicia y se adopten medidas basadas en la evidencia, más rápido tendremos sistemas de justicia más humanos y certeros.
Las extrañas teorías del doctor Mesmer se habían extendido por el París prerevolucionario ante la alarma de ciertos colectivos médicos. En 1784 el rey Luis XVI permitió que una comisión científica examinara la terapia conocida como mesmerismo. Este es el relato de cómo el método científico se impuso sobre conceptos basados en creencias.
Franz Anton Mesmer fue un médico alemán que fundó lo que posteriormente se conoció como mesmerismo. En el año 1774 este médico empezó a usar imanes para curar enfermedades. Para ello Mesmer obligaba a los pacientes a beber sustancias con hierro, para posteriormente colocar imanes alrededor del cuerpo del paciente. Los paciente aseguraban sentir hormigueo en todo el cuerpo y los síntomas de la enfermedad desaparecían. Mesme nunca creyó que los imanes eran responsables de la curación, sino algo que él denominó “magnetismo animal” que estaba acumulado en el cuerpo. Para Mesmer la salud era un proceso en el que intervenían cientos de canales eléctricos que recorren el cuerpo humano.
Dado que en esa época no se conocía el origen del magnetismo, ni sus propiedades, los comisarios decidieron evaluar los efectos del mesmerismo, si éstos podían ser notados por los pacientes. Para ello diseñaron 5 pruebas.
Prueba número 1. El doctor D’Eslon instauró un procedimiento de terapia de grupo que llamóbaquet: una especie de vasija, diseñada siguiendo el modelo de un condensador eléctrico, de unos 50 cm., de la que salían barras de hierro y cuerdas que comunicaban con los pacientes. Estas barras magnéticas permitirían restaurar el magnetismo natural de los organismos, sanándolos. Los pacientes afirmaban sentir cosquilleos o incluso fuertes sacudidas ante esas barras, para posteriormente sanar. Ninguno de los comisionados sintió nada particular cuando tocaron las barras, pero eso podía ser interpretado como que ninguno de ellos estaba enfermo.
Prueba número 2. Para la siguiente prueba los comisionados eligieron a 7 pacientes de clase baja y otros 7 de las clases acomodadas de París. Se hizo esa distinción porque los comisarios entendían que había una gran diferencia de cultura entre ambas clases sugiriendo que a menor conocimiento mayor capacidad de ser sugestionables. Sólo 5 de los 14 elegidos sintieron un ligero hormigueo, siendo 3 de esos 5 de clase baja. En resumen, sólo el 36% dijo sentir algo.
Prueba número 3. La comisión pidió a D’Eslon que magnetizara 5 árboles de un jardín, como él afirmaba que sabía hacer. Posteriormente se propuso a un joven, el cual D’Eslon afirmaba que era muy sensible al magnetismo, que abrazara cada árbol para determinar cuál estaba magnetizado. El joven, tras abrazar el tercer árbol cayó desmayado, como consecuencia del fuerte magnetismo que fluía de él. La comisión sonrió cuando le dijo que el árbol magnetizado era el quinto y último. Esta prueba no fue aceptada por los mesmeristas, ya que afirmaban que el magnetismo natural de los árboles había trastocado a ese “joven tan sensible”.
Prueba número 4. En la siguiente prueba se tomó a una de las pacientes de D’Eslon y se le vendó los ojos. Posteriormente se le informó que D’Eslon estaba en la sala magnetizando la habitación. La mujer empezó a temblar, agitarse, sudar y finalmente entró en convulsión. Tras pedir que se relejara se le quitó la venda y se le informó de que en la habitación de al lado estaba D’Eslon magnetizando la sala a distancia. De nuevo volvieron las convulsiones. Evidentemente en ninguno de los dos casos D’Eslon estaba en la sala, ni en la habitación de al lado. Ni siquiera en el edificio, había sido apartado de la prueba astutamente.
Prueba número 5 Los comisionados se colocaron en una sala a la que se había sustituido la puerta por una cortina que según D’Eslon no impedía el paso de sus “corrientes magnéticas”. Al otro lado de la cortina, y a oscuras se colocó D’Eslon para que magnetizase la habitación. En la sala además de la comisión se hizo pasar a una paciente especialmente sensible al magnetismo. La mujer estuvo hablando apaciblemente todo el tiempo mientras D’Eslon se esforzaba en su oscuro escondite. Resultado: ninguno. Pero cuando D’Eslon fue llamado a la sala, y la mujer lo vio ésta entró rápidamente en convulsión.
El resultado de la comisión fue demoledor: su presunta técnica no era más que una invención y los beneficios producidos por el tratamiento fueron atribuidos a la “imaginación”. Muchos de los médicos que practicaban el magnetismo dejaron de hacerlo. Mesmer, sin embargo no renunció, y aunque un pequeño grupo de partidarios siguió apoyándoles (lo de la fe ciega, nada nuevo), la mayoría de la clase adinerada de París le dio la espalda.
Artículo completo en: La Ciencia y sus Demonios
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Fuente: Diario de un ateo