El principal asesor científico de la Convención de Armas Químicas denuncia espeluznantes agujeros que permitirían ataques químicos y biológicos contra la población.
El químico noruego Leiv Sydnes recuerda perfectamente el 22 de julio de 2011. Aquel día, “un loco” que se creía un caballero templario, Anders Breivik, colocó un coche bomba frente a la oficina del primer ministro noruego en Oslo y mató a ocho personas. Inmediatamente después, disfrazado de policía, acudió a la isla de Utoya y disparó a todo lo que se movía en el campamento de verano de las juventudes del Partido Laborista de Noruega. Murieron otras 69 personas.
“A Breivik le llevaron a domicilio todo lo que necesitaba para hacer la bomba”, explica Sydnes. Con un pedido de seis toneladas de un fertilizante para las plantas, nitrato de amonio, y otro de fueloil preparó una bomba letal que destrozó varios edificios en el centro de Oslo y desató el caos.
Sydnes, actualmente profesor visitante en la Universidad de La Laguna (Tenerife), utiliza el ejemplo de Noruega para ilustrar cómo ha cambiado el mundo en las dos últimas décadas. La violencia masiva ya no es patrimonio de un puñado de gobiernos. Cualquiera puede matar a un centenar de personas.
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