[…] Los ateos sostenemos que no hay ninguna razón objetiva ni consistente para considerar, más allá de la realidad material, es decir de nuestra finitud, la existencia de seres con una naturaleza diferente y superior a la humana en los que se encuentren el origen y el sentido de nuestra existencia. Por la misma razón también negamos la posibilidad de cualquier tipo de alma que siga manteniendo algo similar a una actividad espiritual después de la muerte del ser vivo.
Alguien podría pensar que al negar la existencia de un dios trascendente y cerrar la puerta a un más allá después de la muerte, el ateísmo lleva al hombre a una especie de callejón sin salida, a una especie de desesperación. Pero nada más lejos de la realidad: el ateísmo no es una forma de pensamiento negativa ni pesimista basada en la oposición ni en la falta de esperanza, sino todo lo contrario. El ateísmo es liberador, porque devuelve al hombre el gobierno y la responsabilidad de sus actos y de su destino.
El ateísmo enseña que hay que valorar la vida en la tierra, la única que tenemos, y recupera para el hombre el orgullo de saberse propietario de la sus decisiones, de sus capacidades, de sus posibilidades. Pero también le recuerda que la vida de sus hijos y el legado que transmita a las futuras generaciones están en sus manos. El mundo resultante será responsabilidad suya, y por tanto tiene la posibilidad de esforzarse para mejorarlo poco a poco, cada día, en beneficio de todos, o bien de conducir a nuestros herederos a vivir en un verdadero infierno, pero no en un tiempo ficticio ni en algún lugar extraño, sino en esta casa que es la Tierra.
Nada está escrito. Tenemos delante una hoja en blanco para materializar nuestros sueños y lograr el progreso y el bienestar de toda la Humanidad, o bien para hacerla desaparecer. […]