Cada vez que alguien se pone a la tarea de clasificar las llamadas “terapias naturales” se encuentra con el mismo problema: son tan heterogéneas, tan variadas, tan fantásticas y con tan precario apego a la realidad que resulta prácticamente imposible acotarlas. Por ejemplo, el Análisis de Situación de las Terapias Naturales del Ministerio de Sanidad (pdf) listaba nada menos que ciento treinta y nueve prácticas distintas, y los propios autores venían a reconocer que no habían añadido más porque se habían cansado de seguir buscando. Y es que, en la práctica, basta con tener suficientes dosis de imaginación, labia y morro para inventar una nueva variedad tan disparatada, inefectiva y, ¿por qué no?, popular como cualquier otra.
Las distintas disciplinas que componen esta antología del disparate con ínfulas terapéuticas solo tienen una cosa en común entre ellas: que no sirven para nada. Lo cual, bien mirado, es hasta una suerte: si de verdad esas “radiacciones” (sic) artificiales son tan malas como asegura el “técnico en salud geoambiental”, ¿no será peligroso colocarse dentro de una pirámide y atiborrarse de energía? Lo mismo hasta se nos fríe el cerebro y acabamos creyendo que tenemos comunicación telepática con una langosta, digo yo. Y si nos ponemos a reprogramar nuestro ADN mediante la “bioneuroemoción”, ¿no falsearemos los resultados de la “biorresonancia”? (¡ah, no, que es “cuántica”!). Si bebemos mucha agua de mar terapéutica, ¿no confundiremos a la de la radiestesia? Y, sobre todo: ¿para qué clavarnos agujas en las orejas si podemos curarnos tan ricamente mediante la “noesiterapia” simplemente con pensarlo mucho, pero muchomuchomucho?
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