He sido cristiano practicante toda mi vida además de ser diácono y dedicarme a la enseñanza de la Biblia durante muchos años. La fe es una fuente de fuerza y consuelo para mí, como lo son las creencias religiosas para millones de personas de todo el mundo.
Por eso, mi decisión de cortar los lazos con la Convención Bautista del Sur luego de seis décadas fue dolorosa y difícil. Fue, no obstante, una decisión inevitable cuando las autoridades de la convención, citando versículos de la Biblia cuidadosamente seleccionados y alegando que Eva fue creada después de Adán y fue responsable del pecado original, decretaron que las mujeres deben estar sometidas a sus esposos y no pueden actuar como diáconos, pastoras o capellanes en las fuerzas armadas. Eso contradecía mi creencia -confirmada en las Sagradas Escrituras- de que todos somos iguales ante los ojos de Dios.
La visión de que las mujeres son inferiores a los hombres no es exclusiva de una religión o creencia. Está muy difundida. En muchos credos, a las mujeres se les impide desempeñar un papel pleno e igualitario.
Trágicamente, la influencia de esta visión tampoco se detiene en los muros de la iglesia, la mezquita, la sinagoga o el templo. Esta discriminación, injustificablemente atribuida a una autoridad superior, ha servido como motivo o excusa para privar a las mujeres de la igualdad de derechos en todo el mundo durante siglos. Las interpretaciones masculinas de textos religiosos y la forma en que éstas interactúan con las prácticas tradicionales y las refuerzan justifican algunos de los ejemplos más comunes, persistentes, flagrantes y perjudiciales de abusos contra los derechos humanos.
Autor: Jimmi Carter (expresidente de EE.UU.)
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