Llevamos años y años siendo testigos de todo tipo de violencias que se reciclan como en un eterno retorno de lo mismo y solo reaccionamos como un todo de cuando en vez, como en el caso reciente de Luis Santiago, ese bebé de ojos inmensos y mirada dulce a quien su propio padre convirtió en víctima. No logro entender por qué creamos los monstruos que creamos, qué mueve a algunos seres humanos a dañar a otros —familiares o extraños—, qué mecanismos dominan la mente de los violentos, en qué momento pierden el razonamiento moral, cuál es la frontera que divide lo normal de lo patológico.
Vivimos una situación de crisis social y de descreimiento de las instituciones y las normas, y creo que la eventual aprobación de la cadena perpetua para violadores y abusadores de niños no va a cambiar nada. El quid del problema no es la falta de leyes o de condenas más fuertes. Menos aun en el caso de psicópatas, enfermos incurables. El meollo es el debilitamiento general de la moralidad, el exceso de tolerancia a la violencia, a la injusticia, a la inequidad, a la corrupción, a la impunidad. Y eso es lo que los sociólogos llaman anomia, que no es otra cosa que la no aceptación de la existencia de normas comunes y modos de convivir.
El fenómeno se refleja no solo en las dramáticas cifras de maltrato infantil. También en las de violencia contra las mujeres, que a pesar de los avances en materia de legislación sigue siendo una práctica sistemática social y políticamente aceptada. Acaba de publicarse el informe Las violencias contra las mujeres en una sociedad en guerra (2002-2005), coordinado por Olga Amparo Sánchez, que muestra cómo las mujeres no solo son víctimas de maltrato dentro de las cuatro paredes de sus mal llamados hogares, sino también en el trabajo por cuenta del acoso, el desprecio, la intimidación, los bajos salarios…
Según la investigación, la violencia conyugal representó entre el 61 y el 62 por ciento de los casos de violencia intrafamiliar en los cinco años estudiados, y ellos entre el 88 y el 91 por ciento corresponde a mujeres entre 25 y 34 años, seguidas por aquellas entre 18 y 24. En cuanto a maltrato infantil, la proporción de niñas afectadas es mayor que la de los niños —cerca de 3 por ciento en promedio—, sobre todo entre 10 y 14 años. La situación es aun más dramática si se tiene en cuenta que las cifras corresponden a los casos denunciados y remitidos a exámenes médico-forenses con el fin de judicializarlos. Para rematar, numerosas investigaciones indican que en casos de conflicto el fenómeno se presenta en mayor escala y con mayores niveles de brutalidad: el 55 por ciento de los asesinatos de mujeres es atribuido a los actores armados.
“Porque te quiero te aporreo”, dice el refrán, y así parecen creerlo millones de mujeres que diariamente y sin chistar se dejan moler a golpes por sus padres, maridos, novios, compañeros… Mujeres educadas en el miedo, la dependencia y la inseguridad, y en la superioridad del macho, en medio de una sociedad abúlica y permisiva, indiferente a las consecuencias nefastas del fenómeno en la familia, la salud, la economía…
Así que de nada sirven normas y penas, o los avances en materia de reconocimiento de los derechos de las mujeres y los niños. La calentura no está en las sábanas. Está en la no observancia de normas, morales o jurídicas, porque la gente no cree en las instituciones, ni se identifica con las normas. El contexto institucional carece de eficacia: las familias producen hijos pero no los protegen, la escuela no forma, el aparato judicial opera mal… De ahí nuestro ralo y precario tejido social y esa sensación de sálvese quien pueda y como pueda.
Fuente: Cambio (Colombia)