Habría que empezar por el comienzo. Hay tres cosas que sorprenden en los primates y homínidos: la violencia agresora en los humanos y chimpancés, la tolerancia social en los humanos y en los bonobos y el erotismo de estos últimos, que es mucho menor en el hombre. La verdad es que sólo hay dos grupos de mamíferos, los chimpancés y los humanos, en los que los machos se agrupan para matarse entre sí. Los orígenes de la violencia no son el reflejo de una expresión falaz de algún instinto ancestral, sino que es el resultado del desarrollo cognitivo. La inteligencia transforma el afecto en amor y también la agresión en castigo y ganas de controlar.
La observación básica es extraordinaria. Sólo hay dos especies de animales en el mundo en las que el macho tiende a vivir en grupos con sus familiares más cercanos y en los que a veces estos machos salen y hacen expediciones para matar, deliberadamente, a los miembros de otros grupos. Los dos animales a los que me refiero son los humanos y los chimpancés. Nosotros y nuestros familiares más cercanos. Hay otro colectivo, el bonobo, que está tan cerca de nosotros como el chimpancé y que no muestra este tipo de comportamiento. Todo da a entender que la inteligencia forma una parte importante de todo esto.
La contribución insólita de Richard Wrangham –biólogo y primatólogo de la Universidad de Harvard– al estudio del origen de la violencia en los humanos fue el papel que juega la inteligencia. Se necesita inteligencia para planear todo el calvario que entraña impartir la violencia cruel. Pero también hay un poco de nuestra psicología y de la psicología de los chimpancés; me refiero a los machos en particular, pues si reconocen que otro individuo es un enemigo y que hay un desequilibrio de poder, se sienten excitados ante la perspectiva de atacarlo y eliminarlo. Esto es a la vez inteligencia y psicología, cálculo y visceralidad.
De nuestros primos los bonobos aprendimos, en cambio, una lección y es que la evolución no tiene por qué ser así necesariamente. Podemos tener una especie muy cercana a los chimpancés, como los bonobos, que nos muestra, sin embargo, que un pequeño cambio en la ecología lleva a un gran cambio en el comportamiento. Tiene que ver con cosas divertidas desde el punto de vista humano. Como es bien sabido, los bonobos tienen mucha más emancipación respecto del sexo reproductivo que los chimpancés. Sexo con propósitos sociales, para hacer amigos, para reconciliarse después de cierta tensión. No es como en los humanos, pero hay ciertas similitudes. Lo importante es que nos dicen que, en determinadas condiciones, la selección natural no favorece la violencia. ¿Y cuáles son las condiciones? Cuando un individuo previsiblemente tiene aliados para defenderse.
En mi libro titulado El viaje al amor desvelé que el instinto de fusión entre dos organismos, lo que los homínidos llaman ‘amor’, se remontaba nada menos que a más de tres mil millones de años, cuando los primeros seres replicantes buscaban la manera de aumentar su energía, su velocidad o la regeneración de sus tejidos mediante la fusión con alguien más. Sabíamos que el amor era el resultado de la inteligencia necesaria para garantizar la supervivencia; y de ahí que, en lugar de desprendimiento, constatemos en él la necesidad de completar la capacidad regeneradora, aumentar la velocidad o el tamaño ya en los tiempos primordiales. Lo que no sabíamos es que la violencia agresora también requiere una dosis de inteligencia, al querer algo de tan difícil diseño y ejecución como castigar y controlar.
Fuente: XL Semanal (Taller de editores digitales)