El National Research Council (NRC), la institución científica más respetada de Estados Unidos, a la que el Gobierno acude para que le ilumine el camino de las grandes decisiones, acaba de publicar un informe sobre la disuasión y la pena de muerte. Huyendo de argumentos morales a favor o en contra de la pena capital, este consejo de sabios ha repasado toda la literatura científica que tiene por tema la relación entre las condenas a muerte y la ratio de homicidios desde 1978 hasta hoy.
Dos años antes, el Tribunal Supremo de Estados Unidos anuló la moratoria impuesta cuatro años atrás a la aplicación de la pena de muerte en todo el país, liberando a los estados que ya la estaban aplicando o que pensaban reinstaurarla. La mayoría, 29 de los 50 que forman el país, reactivaron su legislación sobre la pena capital. Desde entonces, 8.115 personas han sido condenadas a muerte en Estados Unidos, de las que 1188 fueron finalmente ejecutadas.
Ese cambio jurídico despertó el interés de los científicos sociales por la utilidad de las ejecuciones por parte del Estado. ¿Tienen un efecto ejemplarizante y disuasorio? o ¿son una versión moderna de la venganza sancionada en el Antiguo Testamento? El NRC ha repasado decenas de estudios que han puesto el foco en esta cuestión y el primer problema con que se ha encontrado es que los hay para todos los gustos.
Uno realizado por los investigadores Dezbakhsh, Rubin y Shepherd en 2003 concluyó que sí existía ese efecto disuasorio y hasta dieron una cifra: cada ejecución evita 18 asesinatos. Los hay incluso que calculan que mientras cada ejecución reduce en cinco los homicidios, la conmutación final de la pena de muerte provoca un aumento en la misma proporción. Además, por cada condenado que acaba saliendo del corredor de la muerte (por revisión de condena, perdón del gobernador…) se produce otro asesinato. En esto de la pena de muerte, a los estadounidenses también les pierden las estadísticas.
El problema es que, como recoge el informe, hay otros tantos estudios que señalan que las ejecuciones, en vez de reducir el crimen, lo aumentan. Un estudio de 1999 mostraba que la muerte institucionalizada provoca un efecto de embrutecimiento social que hace que los individuos cometan más asesinatos. Pero es que también hay informes que rechazan la relación causal ya sea positiva o negativa y descartan que la pena de muerte influya en los niveles de criminalidad. Algo se ha debido de hacer mal para obtener resultados tan contradictorios.
“Defectos de base en las investigaciones que hemos revisado las hacen inservibles para responder a la pregunta de si la pena de muerte influye en la ratio de homicidios”, decía en una nota el presidente del comité autor de la revisión, Daniel Nagin. A priori parece muy sencillo: se hace una tabla con el número de ejecuciones en un tiempo determinado y se superpone sobre ella otra con la evolución de la tasa de homicidios. Pero eso es lo más alejado a al ciencia que se pueda imaginar.
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