El asesinato público de una mujer en Afganistán vuelve a poner de relieve la brutalidad y el primitivismo de parte de esa sociedad, pero sobre todo lo poco que ha conseguido una década de ocupación occidental. Su difusión en vídeo sólo añade sal a la herida, en especial por su coincidencia con la Conferencia de Donantes de Tokio en el que se ha vinculado la futura ayuda al desarrollo a avances en la gobernanza, la justicia y los derechos de la mujer.
Las imágenes, al parecer captadas con un móvil, producen escalofríos. Varias decenas de hombres sentados en el suelo o instalados sobre los techos de las casas vecinas observan a una mujer, cuya silueta se adivina bajo una tela grisácea. Está de espaldas, sentada sobre sus talones.
“Esta mujer, hija de Sar Gul, hermana de Mostafa y esposa de Juma Khan, se escapó con Zemarai. No se la ha visto en el pueblo durante un mes”, pronuncia un barbudo en presunta función de juez, según la traducción de la agencia France Presse. “Por fortuna, los muyahidines la han atrapado. No podemos perdonarla. Dios nos dice que acabemos con ella. Juma Khan, su marido, tiene derecho a matarla”, prosigue.
Entonces, alguien entrega un Kaláshnikov a un hombre vestido de blanco que la apunta desde unos dos metros y dispara. Más de diez veces. Incluso después de haberle alcanzado la cabeza. Los asistentes corean “Dios es el más grande” y “Larga vida al islam”.
No está claro quién está detrás de ese fusilamiento que esos hombres celebran jaleando al asesino en una aldea de la provincia de Parwan, a apenas un centenar de kilómetros de Kabul. Lo único seguro es que quien sigue pagando los platos rotos de la ignorancia, la pobreza y las luchas de poder es la mujer afgana, a la que en este caso, como en muchos otros, se acusa de adulterio para cubrirlo de pretendida legalidad.
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