Ha quedado demostrado que nada es demasiado cruel para los falsos “pro-vida”. Savita Halappanavar, una mujer india de 31 años, fue dejada agonizar durante varios días, hasta morir de septicemia, en el Hospital Universitario de Galway (GUH), Irlanda, porque le negaron un aborto.
Era para salvar su vida, y el feto —de 17 semanas de gestación— no tenía posibilidad de sobrevivir en ningún caso, según los mismos médicos le dijeron. Pero no le permitieron terminar con el embarazo porque Irlanda “es un país católico”. Sólo se hicieron cargo de tratarla cuando el corazón del feto dejó de latir. Para entonces la infección generalizada había debilitado a Savita, que murió entre dolores atroces dos días después.
La ley irlandesa permite el aborto si el médico considera probable que exista riesgo grave para la vida de la mujer. En la práctica la ley es demasiado vaga para servir de algo, y el médico tiene demasiada libertad para decidir si aplicarla o no. El GUH no es oficialmente un “hospital católico”, pero la presencia de profesionales devotos de esa religión en puestos clave (y de capellanes para vigilar e interferir cuando sea necesario) hace que lo sea de hecho. Más aún: aunque parezca ridículo afirmar que un país “es católico”, ésa es la visión profundamente arraigada de la Iglesia y de sus fieles, una visión que pone el supuesto catolicismo identitario nacional por encima de las leyes seculares, que de por sí son favorables a la Iglesia. Savita no era, como bien se ocupó de decirlo, ni irlandesa ni católica, pero el catolicismo irlandés, impuesto sobre las leyes y sobre la ciencia médica, fue lo que la mató.
PZ Myers escribió a propósito del tema uno de los artículos más furibundos que le he leído desde hace mucho (“Es hora de abortar a la Iglesia Católica”).
Sangrientos carniceros, sapos beatos que disfrazan su ignorancia medieval con falsa caridad y cuidado; demasiado tiempo hace que debimos terminar con la ilusión y reconocer el barbarismo de la iglesia.
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