El jefe de la Iglesia católica sostiene que la religión tiene que estar por encima de la libertad de expresión. Es lógico desde su punto de vista, y antiilustrado y antidemocrático desde el mío. “El debate, la sátira, el humor y la expresión artística deben disfrutar de un alto grado de libertad de expresión y el recurso a la exageración no ha de ser visto como una provocación”, advertía en 2006 el Consejo de Europa tras la reacción fanática que siguió en el mundo islámico a la publicación de caricaturas sobre Mahoma por el diario danés Jyllands-Posten y del intento de censura vaticana a la película El código Da Vinci. La religión es tan criticable y mofable como cualquier otra idea u opinión. En las sociedades democráticas, los límites a la libertad de expresión los establece la legislación civil, nunca los creyentes, y la blasfemia no es un delito, aunque sea un pecado para los fieles del credo correspondiente. Por eso, en España nuestros legisladores deberían cambiar el artículo 525.1 de Código Penal, que dice: “Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”. La ley no está para proteger ideas ni ceremonias, sean religiosas o no, ni divinidades, sino a las personas. Claro que en un país donde el Gobierno concede condecoraciones policiales una Virgen…
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