Imagina una máquina que, en pocos segundos, sea capaz de averiguar sobre la esencia profunda de una persona, preparada para escrutar y ahondar hasta en lo más oscuro de la personalidad. Piensa en una tecnología que podría clasificar sin error posible a todos los humanos según sus capacidades intelectuales, que sería capaz de detectar tendencias homicidas o antisociales siendo igualmente de utilidad para la selección de personal en las empresas. Bien, ¡no pienses más! Es máquina existe y es conocida bajo el revelador nombre de psicógrafo (psychograph). Ahora no imagines más, porque la máquina, a pesar de existir, no sirve absolutamente para nada, si acaso, para bromear con ella y poco más.
Esta locura sin pies ni cabeza hunde sus raíces en lo más profundo de la frenología. Las tesis frenológicas, desarrolladas inicialmente por el alemán Franz Joseph Gall a principios del siglo XIX, sostenían que era posible determinar con bastante precisión los rasgos de personalidad de los seres humanos simplemente midiendo las formas del cráneo del indivíduo. Es justo reconocer que Gall realizó aportaciones muy valiosas en anatomía pero, cuando se le ocurrió dar asiento a la frenología, metió la pata por completo. Sí, el tiempo y la ciencia han venido a demostrar que la frenología no se sostiene sobre ninguna base sólida, es pura pseudociencia y, sin embargo, durante gran parte de los siglos XIX y XX fue tomada por algunos como revolucionario método para escudriñar en la mente.
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Desde principios y hasta mediados del siglo XIX se creyó que el estudio de las protuberancias óseas del cráneo de una persona revelaba sus talentos y carácter. Este análisis de la psique humana se llamó frenología, y su creador fue el médico austriaco Franz Joseph Gall, nacido en 1758. Darwin y muchos otros hombres de ciencia se interesaron en las teorías de Gall, e incluso la reina Victoria hizo que un frenólogo examinara a sus hijos, para indagar sus probabilidades de éxito posterior.
Después de examinar el cráneo de delincuentes, lunáticos y ciudadanos normales, Gall dividió el cerebro en 37 regiones. Asignó rasgos clave del carácter, como la firmeza, la autoestima y el amor paterno, a la parte superior, y la reserva y la cautela, a un lado del cráneo. Gall sustentaba la teoría de que las protuberancias craneales reflejaban el crecimiento, y, por lo tanto, el mayor desarrollo de diversas partes del cerebro. Sin embargo, la creencia de que se podía «leer en alguien como en un libro» con base en los contornos craneales provenía de un grave error de anatomía que sólo más tarde saldría a luz.
El error de Gall fue creer que el crecimiento cerebral moldeaba al cráneo y que, de tal suerte, los contornos de éste revelaban las facultades mentales. Hoy se sabe que entre el cráneo y el cerebro está el espacio subaracnoideo, que contiene líquido cefalorraquídeo; éste sirve de acojinamiento al cerebro y lo protege del contacto con el cráneo. El cerebro sí tiene regiones que regulan diversas funciones, pero no son las del sistema frenológico de Gall.
El descubrimiento del líquido cefalorraquídeo por parte del médico francés Francois Magendie ocurrió en 1828, el mismo año en que murió Gall. Pero ni eso detuvo el apoyo a la teoría básica de la frenología.
Todavía en 1907 se inventó un frenómetro eléctrico para medir las protuberancias craneales.
En la era victoriana se creía que cuanto más pesado y grande era el cerebro, tanto mayor la inteligencia. La gente estaba encantada con las mediciones del cerebro de personajes famosos. Por ejemplo, los cerebros del novelista William Makepeace Thackeray y del estadista alemán Otto von Bismarck pesaron 1,658 y 1,907 g, respectivamente. Sin embargo, las mediciones del peso cerebral en la autopsia no significan nada, ya que después de la muerte el peso de este órgano aumenta como consecuencia del edema (acumulación de agua en los tejidos).
Fuente: Pulso Digital
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