En la década de los años cuarenta del pasado siglo, recién terminada la Guerra Civil, 500.000 muchachas fueron enviadas por sus familias del campo a la ciudad. Son datos publicados en 1959 por el Consejo Superior de Mujeres de Acción Católica, datos que van a misa.
Medio millón de mujeres, entre los 15 y los 30 años, que no tenían ningún tipo de estudios ni de preparación; en aquellos años, la gran mayoría de mujeres carecía de profesión y no había espacio para ellas en el mercado de trabajo. Medio millón de chicas arrojadas por sus menesterosas familias a la capital con la idea de que ahorraran un dinero para hacerse el ajuar y, en unos años, casarse con algún chico que conocieran en la ciudad.
Una de aquellas muchachas se llamaba Pilar Prades, y cuando a los 12 años abandonó su pueblo de Begis (Castellón) para trasladarse a Valencia poco podía imaginar que su nombre iba a figurar en los anales de la historia de España por la desgraciada condición de ser la última mujer ejecutada en el garrote vil.
Pilar llegó a Valencia siendo analfabeta y dejando atrás una niñez sin muñecas y una desgraciada infancia en la que acarrear cubos de agua y sacos de estiércol eran sus entretenimientos más habituales.
Poco agraciada, introvertida y de gesto adusto, duraba poco en las casas en las que entraba a servir. Su mirada era lo que peor efecto causaba en sus patronos, una mirada seca, dura, que traspasaba. Llegó a cambiar de señora hasta en tres ocasiones el mismo año.
Y así se fue haciendo mujer, sintiendo el rechazo que su persona provocaba, sin recibir jamás un mimo o una palabra cariñosa. Pero, como mandaba la tradición, también comenzó a preparar su ajuar, a bordar sábanas de hilo, toallas, manteles y servilletas aunque no llegaría a tener ocasión de experimentar cómo era el sexo masculino. Pasaba las tardes de los jueves y los domingos sentada en las sillas de El Farol, una sala de baile que frecuentaba con más pena que gloria, sin que nadie la sacara nunca a bailar.
En 1954, cumplidos ya los 26 años, entró a servir en la casa de un matrimonio, Enrique y Adela, que tenían una tocinería en la calle de Sagunto. La actividad y el movimiento de la tienda le gustaban a Pilar, y admiraba el porte y las maneras de su señora, una hermosa y corpulenta mujer que lucía unos delantales almidonados con encajes que tenían prendada a la sirvienta. Para ella, el momento más feliz era cuando le pedían que ayudara a despachar porque la tienda estaba llena.
Doña Adela cayó enferma en una fecha señalada, San José, y a partir de aquel día Pilar tuvo que ocuparse de ayudar a Enrique en el mostrador sin abandonar por ello las tareas de la casa. Es decir, hacía todo el trabajo de la señora sin ser la señora. Y también se ocupaba de cuidarla, le preparaba caldos y tisanas que le hacía beber mientras la llenaba de mimos y la divertía contándole un resumen de lo que había pasado en la tienda.
Vómitos, pérdida de peso, debilidad muscular… El estado de doña Adela era cada día más preocupante, y el médico de cabecera no lograba adivinar la causa de las dolencias. Y un día falleció y el desconsolado esposo se puso un traje negro y la llevó a enterrar al cementerio.
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