El siglo XX empezó en medio de un genocidio mucho más atroz que el de Hitler: la masacre directa de mas 10 millones de nativos en el Congo (y de muchos más de forma indirecta). Su responsable, el rey Leopoldo II de Bélgica—uno de los mayores canallas de la historia— vivió una larga vida, murió como el hombre más rico del planeta y gozando del respeto de la mayoría de los europeos. Una aureola que ha hecho que la humanidad olvidara que su codicia encarnó la más pura esencia de la maldad humana.
Y eso que los nativos del Congo no murieron mediante los procesos de exterminio industrial de los campos de exterminio nazi. Fueron explotados hasta la muerte sirviendo de mano de obra gratuita, torturados con el chicote (un látigo de piel de hipopótamo que rajaba la carne), mutilados cruelmente (a los hombres se les aplastaba el pene y a las mujeres se les rompía una botella de cristal dentro de la vagina, para que se desangrasen) o castigados a morir como antorchas humanas impregnados en petróleo para iluminar la noche. El respetable Leopoldo II fomentó campeonatos de estos macabros entretenimientos.
Pero la clave de la diferencia entre Leopoldo II y Hitler fue el soporte ideológico para el genocidio: Hitler exterminó infrahombres por el bien de la raza aria. Leopoldo II exterminó a los congoleños por codicia y diversión. Pero él solo aprovechó un recurso natural: jamás exterminó a un ser humano ya que los negros no eran verdaderos seres humanos. Apenas eran animales.
El monarca belga encontró el soporte ideológico para su genocidio en una obra supuestamente científica: en 1850, Robert Knox, cirujano y anatomista escocés, publicó The Races of Men. London: Henry Renshaw Edt. (hay una reedición moderna: R Knox, The races of men: a fragment, Reprinted by Mnemosyne Pub. Co., 1969 – 323 páginas).
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