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Escaperos en el hipermercado (Colombia)

Claro que si lo vemos con los ojos del siglo XXI, nos puede parecer fantasía o simplemente anecdótico, cuando no inverosímil. Los robos en los supermercados son el pan nuestro de cada día, explican un porcentaje muy alto de las pérdidas del negocio, mantienen toda una red de bandas conocidos como “Escaperos”, que se dedican a este oficio para luego revender en las tiendas de barrio y es la principal causa de amenazas y muerte para los empleados que a diario se enfrentan a combos supremamente hábiles y entrenados, con sangre fría y sin escrúpulos, con conexiones en la policía y con abogados que los defienden para salir de inmediato incluso cuando son cogidos en el acto, a seguir nuevamente delinquiendo en otro sitio, pues la rotación es la clave para desconcertar y pasar más desapercibidos.

Y este capítulo incluye también desde el tranquilo señor que consume un yogurt o una cerveza mientras hace sus compras, como el que lee una revista y recorta una página para guardar un dato, hasta el niño que destapa un paquete de golosinas o el que saca un disco compacto para ensayarlo en su reproductor portátil y no lo devuelve al salir; todo lo anterior sin pagar, por supuesto. Caso aparte es el de los cleptómanos por compulsión enfermiza, no con motivación delincuencial, pues usualmente son personas prestantes de estrato social superior, profesionales de altos ingresos que no pueden reprimir el vértigo de robar a sabiendas de ser vigilados, ya que necesitan el baño de adrenalina para vivir y llamar de alguna manera la atención. Esto se considera un trastorno de tipo siquiátrico.

Los almacenes se han inventado todo tipo de estrategias. Vigilancia abierta o encubierta. Personas que fingen cuidar el parqueadero, o estar mercando o ser mendigos. Cámaras de circuito cerrado de todo tipo, filmaciones, grupos que actúan de incógnito como autodefensa, abogados que acusan, estoperoles de seguridad pegados a los productos, alarmas y detectores a la salida, marca de las facturas. Pero hecha la ley, hecha la trampa y los rufianes se inventan una estrategia que supere el escollo y siguen coronando y surtiendo a sus reducidores.

Y los vigilantes tienen que sortear a esta peste. Los tienen referenciados en fotos, galerías enteras de toda ralea de alimañas, hombres mujeres, jóvenes y viejos, de todo tipo y condición. Y no se pueden equivocar. Si a un capturado no le encuentran mercancía en su cuerpo, le cuesta al empleado equivocado la expulsión del trabajo y se puede ganar una demanda y todo tipo de amenazas. Y si lo encuentran cargado, hasta peor, pues el pillo nunca está solo, lo intimida y hay muchos casos de homicidio por retaliaciones de este tipo, ya que el implicado a las pocas horas está nuevamente en las calles, a pesar de ser muchas veces reincidente.

Señoras que llegan con pantalón forrado estilo “chicle” y camiseta ancha hasta la mitad del muslo, inmediatamente son seguidas por los vigilantes encubiertos. Lo mismo las señoras embarazadas. Son los principales sospechosos. El modus operandi es sencillo y basado en la velocidad de sus dedos, en lo pequeño y costoso de los artículos seleccionados y en las advertencias de sus cómplices que fingiendo comprar, les hacen cortina y les sirven de “campaneros”, para avisar oportunamente cuando se presenta algún riesgo de ser sorprendidos. En fracción de segundos esconden por debajo de sus camisetas o bajo las faldas anchas, productos como tintas de computador, cuchillas de afeitar, desodorantes finos, licores importados, que usualmente son pequeños, compactos y costosos. Ceñido a sus cuerpos, llevan una especie de faja en la que esconden lo hurtado, sin hacer bultos que los delaten y sin que se les caiga. Luego salen tranquilamente como si nada. Con la aparición de las puntillas de seguridad que tienen muchos de estos productos y que hacen un ruido escandaloso al cruzar las puertas del almacén, ya los pillos se han inventado otra modalidad: tienen el aparato que supuestamente es de uso exclusivo del almacén con el que quitan los pines. ¿Cómo lo consiguieron?, no se sabe. Acaso fue que el fabricante rompió el pacto de confidencialidad y realizó varios de más para venderlo a las bandas, o un empleado infiltrado sustrajo alguno del stock de la compañía o algún genio criollo diseñó un aparato “hechizo” que imita a la perfección al original y cumple todas sus funciones. Lo cierto es que le quitan el sonido delator y el rufián se embolsilla o se encaleta en su cuerpo los productos apetecidos como en los viejos tiempos. Es tan epidémica la situación, que han tenido que implantar una cámara permanente para monitorizar estas secciones. Si hay faltantes en los inventarios, se les cobra a los encargados de la seguridad del turno en el que ocurrió el desfalco.

Cuando logran conseguirse un tiquete de la factura de pago de máquina registradora que no haya sido señalado con marcador para indicar que ya fue sacada la mercancía del almacén, se anotan otro tanto a su favor: Empiezan a llenar los carritos con exactamente los mismos productos que vienen referenciados en la tirilla, disimulan con un niño muy pequeño dentro del carrito y el cómplice, generalmente una anciana o una embarazada va metiendo con toda la cautela y sin ninguna prisa los productos dentro de la bolsa del supermercado. Al finalizar la jornada, tienen varias bolsas en el carrito, dan vueltas cerca de una caja en la que han comprado cualquier chuchería de poco valor, salen por la puerta principal y ahí sí les chequean con marcador el recibo. Si de pronto el portero es cómplice, no pone ninguna marca y la factura queda lista para ser nuevamente utilizada. Para no despertar sospechas, muchas veces se las venden a otras bandas por un precio del 10 % del valor de la compra y un nuevo grupo de payasos vuelve a mercar una o todas las veces que fuera posible, de acuerdo al compinche de la vigilancia en la portería.

Otra modalidad es la de ingresar con bolsas de marca del almacén llenas de papel o trapos o basura; al entrar el vigilante, sobornado o no, les pone el tiquete distintivo de mercancía traída de afuera, un integrante escoge en otra bolsa la mercancía seleccionada, y en una fracción de segundo cogen el tiquete con que lo sellaron a la entrada, se lo ponen a la bolsa con el hurto, le aplican un gancho, esperan tomando un refrigerio mientras ven si la cosa se complica o no y luego salen como si nada. Otros más osados o mejor conectados, tienen a su disposición de una vez las marcas que los porteros le ponen a las bolsas que entran de afuera, sin tener que pasar paquetes por delante de los vigías; una vez adentro, empacan y sellan.

Antes del código de barras obligado para todos los productos, y muchas veces a pesar de él, los escaperos le cambiaban el tiquete con el precio y el código, de un producto para otro, poniéndole a un producto caro, un menor valor. Hay quien incluso tenga una grapadora especial para aplicarlos y retirarlos sin un deterioro que levante sospechas.

En los baños y en los probadores de ropa también se aprovecha para acomodarse cualquier tipo de prendas y no es raro que las “pájaras” se pongan hasta veinte sostenes o prendas de interior, camisillas, chaquetas, todo tipo de indumentaria. Por eso el mayor deshonor para un vigilante de área, es que en su zona aparezcan vestidos raídos o zapatos viejos que denotan que en la calle, alguien está estrenando sin pagar. Para aumentar el compromiso, la administración del local, hace pagar entre el personal que estaba de turno en la jornada del robo, el valor de lo sustraído. Hay supervisores que han comprometido a sus subordinaos a que asuman la vergüenza de ponerse la ropa en jirones y maloliente o los tenis en hilachas dejadas como ingrato recuerdo, cuando han sido víctimas de un escapero más hábil que ellos.

En casos más rebuscados de sofisticación, se ha dado la situación de un muchacho que infiltró el sistema, copió los códigos de seguridad, clonó el formato del área de cambios y devoluciones. Se aparecía muy elegante a la sección de electrodomésticos con el tiquete de compra alterado, con el documento de cambio aparentemente en regla y salía con su televisor nuevo por la puerta principal con uno de los muchachos llevándole el equipo hasta el taxi. Cuando el asunto reventó por el lado de los inventarios, luego de rotar varios almacenes, se le hizo inteligencia y fue capturado. La sorpresa era que también venía defraudando a la empresa de servicios públicos con cuentas millonarias, y en el pasado lo habían relacionado con una banda que estafaba con tarjetas de crédito.

Con las tarjetas de crédito que no necesitan clave a diferencia de las de débito, también se han hecho maravillas. De acuerdo al cupo pagan todo tipo de cuentas, de servicios, de mercado, de electrodomésticos. El cajero no siempre cumple con el requisito de pedir la cédula de identidad del dueño de la tarjeta. Muchas veces cuando el malandrín consigue la tarjeta, llama a su cajero amigo infiltrado, averigua su turno y paga el producto en su caja sin ningún inconveniente. Otras veces, cuando el cupo es grande y el producto caro, justifica mandar a fabricar un documento (en la ciudad hay mucho quien lo haga), o se presenta una falsa denuncia de cédula extraviada a nombre del pobre dueño quien al mes siguiente se encontrará con la mala noticia de la cuenta a su nombre.

Para evitar registrar menos de lo realmente comprado, se les prohíbe a los cajeros que atiendan en sus turnos a sus familiares cuando están comprando, sobre todo mercado y productos comestibles abundantes que no tienen dispositivo de seguridad. Los pillos se las ingenian y en ocasiones hacen compras de incógnito fingiendo no conocerse, o dos cajeros encompinchados se cruzan los respectivos amigos o familiares y el uno le registra al del otro y viceversa. Por eso muchas veces, estos empleados son monitorizados por las cámaras en forma oculta.

Otra modalidad es la de “tirar dedo”, que consiste en señalar a las personas que retiran dinero de las sucursales bancarias o que compran productos costosos o mercados abundantes. Al salir, son perseguidos por integrantes de las bandas conocidos como “fleteros” y atracados en el camino. Hay leyendas urbanas que describen la infiltración de los supermercados por guerrilleros para detectar potenciales víctimas de extorsión y secuestro.

Otro ejecutivo del pillaje se ha hecho célebre por demandar a varias cadenas de hipermercados por perjurio, calumnia, daño moral y todo tipo de leguleyadas hábilmente orquestadas por abogados de dudosa ética. Va con la esposa y los hijos a comprar. Se esconde en el cuerpo productos caros, dejándose pillar a propósito de los vigilantes. En milésimas se descarga y al ser requerido por la policía a la salida del almacén, se descubre con sorpresa que no lleva nada, pese a la certeza de los testigos. En ese momento sus niñas lloran, la esposa se desmaya, la cuñada vocifera que no sabía que era un vulgar ladrón. Al instante, aparece de la nada un amigo suyo, abogado que pasaba por allí a comprar cualquier bisutería y se le pone al frente al caso. Ante la falta de pruebas y el histrionismo de la familia, amenazando un escándalo que convoca a los clientes que en ese momento rodean al pobre ciudadano víctima del abuso del gran capitalista despiadado, no queda más camino que conciliar. Incluso, han ido a juicio, cuando la suma ofrecida no es satisfactoria. Se invoca la constitución, el derecho al buen nombre, la honra mancillada, la pérdida de confianza con impacto emotivo y sexual, impacto laboral, daño sicológico, trauma de los niños y mil cosas más. Este personaje se ha hecho notorio, rota de ciudades y su foto es reconocida por los jefes de seguridad. Se convirtió en una leyenda. Se ha resbalado por escaleras dentro de los locales, ha recibido descargas eléctricas en las ferreterías, se ha cortado al roce de los estantes, ha sufrido dolores de pecho tipo infarto o convulsiones en almacenes que se sabe no tienen unidad médica como lo exige la ley. Siempre su amigote el abogado hace su aparición e invocando la ley infringida, y el derecho a indemnización por responsabilidad civil, han sacado una jugosa tajada. A pesar de ser tan conocidos, siguen propinando golpes certeros. Primero se acaba el helecho que los marrano, se ha dicho siempre.

Autor: Emilio Alberto Restrepo Baena

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