En Bogotá (Colombia) hay una norma que establece la aplicación obligatoria del lenguaje incluyente. Entre sus nefastas consecuencias se encuentra que a los menores de edad se les niegue el acceso a buen material didáctico por el simple hecho de no atentar contra el español y por estar escritos de manera comprensible y de fácil legibilidad (que es lo que uno esperaría de libros educativos).
En una brillante reflexión al respecto, José Flórez pone de manifiesto los disparatados extremos a los que ha llegado este engendro nacido de las entrañas de la corrección política:
Me pasó hace unos días mientras asesoraba a una de mis clientes para proveer material didáctico infantil a una entidad pública. Luego de examinar y admirar el libro en cuestión la funcionaria (integrante de un gobierno cuya cabeza no se caracteriza exactamente por su buen castellano) formuló el único reparo: era necesario que el texto hablara sistemáticamente de “los niños y las niñas” o de lo contrario el Distrito, que promueve el lenguaje incluyente, ¡no podría adquirirlo! Grave, gravísimo: ahora la paráfrasis verbal y la cacofonía son componentes esenciales de la “revolución educativa” que se le prometió a Bogotá.
El lenguaje incluyente resulta además contraproducente como herramienta de lucha feminista. Andar por ahí hablando de “los niños y las niñas”, “los estudiantes y las estudiantes”, “los ciudadanos y las ciudadanas”, “los contribuyentes y las contribuyentes”,“los líderes y las lideresas”, no solo acusa falta de gusto e insensibilidad idiomática flagrantes sino que ridiculiza y con ello desvaloriza al feminismo serio, el que invierte su energía en obtener verdaderas conquistas sociales en lugar de dilapidarla en vendettas lexicales.
Y es que el lenguaje incluyente es justamente venganza y refugio del feminismo frustrado cuya premisa pareciera ser: como no pudimos acabar con la discriminación hagámoslo con el idioma. Ese mismo feminismo malogrado y mezquino que profesan las voceras de la “crítica metafísica” de la silicona y el botox. Mujeres que al parecer compensan la insatisfacción con su propio cuerpo pretendiendo imponer a otras lo que deben hacer con el suyo. Son mujeres que nunca entendieron la filosofía que subyace a todo feminismo inteligente: la defensa del imperio absoluto de la mujer sobre su vida, que desde luego incluye la libertad de agrandarse las tetas, aumentar el grosor de los labios o hacer desaparecer las arrugas por la única razón de que así lo desean.
Entre otras de las secuelas de este esperpento se encuentran la destrucción del español a una velocidad apabullante. La fuerza de ese proceso es tal que se está cargando al feminismo mientras hace morir de vergüenza ajena a todos los filólogos.
Como con toda ideología falaz, su práctica sólo conlleva a desastres.