La leyenda urbana de que solo utilizamos el 10% de nuestro cerebro no parece conocer fronteras. El último empujón se lo acaba de dar una película que se estrena esta semana, dirigida por Luc Besson, en la que la protagonista, interpretada por Scarlett Johansson, toma una sustancia que potencia sus capacidades cerebrales. La película se llama “Lucy” y en el cartel oficial, que ya había visto pasar hace unos días por Twitter, dice literalmente: “Una persona normal solo utiliza el 10% de su capacidad cerebral. Ella utiliza el 100%”.
Que un medio como el cine, que llega a millones de personas, haga de caja de resonancia de falsas creencias como ésta ya me parece grave, pero la cosa se pone peor. Antes de nada, hay que explicar que este mito de que usamos solo el 10% de nuestro encéfalo no tiene ningún sentido y no se corresponde con nada de lo que se sabe hasta ahora en neurociencia. Sencillamente porque el cerebro no funciona así, no es como el motor de un fórmula 1 que va metiendo marchas y empleando distintos niveles de rendimiento según sea uno más listo o menos espabilado. Es más, muy al contrario, una actividad cerebral desmesurada (me refiero al flujo sanguíneo que se mide en las resonancias funcionales) es a menudo señal de algún tipo de problema en ciernes, como una demencia senil. Por explicarnos, un cerebro con problemas que se pone a trabajar el triple que uno sano, como si fuera una lavadora centrifugando, recluta más áreas de las que son necesarias y puede terminar sufriendo daños.
Volviendo a la película. Conociendo esto (creo que debe haber millones de artículos en los últimos años desmintiendo el mito del 10%), el señor Luc Besson ha decidido seguir adelante con su guión y montar una historia de ficción. Bien. El problema, como digo, está en intentar reforzar la ficción con el argumento de que la ciencia respalda lo que nos quieres vender, por no hablar de la repercusión social que tiene un estreno de estas características. Y como muestra del daño que hace, me gustaría poner la pieza que han emitido en el Telediario-1 de TVE. Es muy breve, pero sustancioso:
Como veis, la redactora asume de entrada que lo del 10% es una “premisa real” y luego refuerza sus argumentos explicando que Besson “habló con expertos, incluidos 12 premios Nobel para hacer reales los discursos del profesor Norman”. No sé quiénes son esos premios Nobel, pero quizá es hora de que en Estocolmo revisen sus criterios de excelencia. Por si fuera poco, todo el mensaje de la pieza del telediario está destinado a reforzar que la película es interesante porque contiene parte de verdad sobre la ciencia. Y un instante después nos cuentan que “la promoción ha incluido una sesión de telepatía e hipnosis para despertar la curiosidad sobre el cerebro” (olé con olé) y como autoridad nos incluyen el testimonio de un señor que presentan como “mentalista experto en hipnosis“.
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“Es realmente escandaloso. Se habla de importar mujeres para satisfacer los bajos instintos de gente relacionada con el fútbol. Se habla de seres humanos como si fueran ganado, y el fútbol vinculado con ello”. El seleccionador nacional francés, Raymond Domenech, se mostraba consternado: se sabía que el Mundial de Alemania de 2006 provocaría la llegada de 40000 mujeres, trasladadas contra su voluntad principalmente desde Europa del Este, para comerciar con su cuerpo y su dignidad. Un número tan espectacular que provocó innumerables titulares de prensa, declaraciones institucionales de la UE, la FIFA e incluso una amonestación desde el Congreso de EEUU contra el soccer, como lo llaman. El silogismo era inapelable: un Mundial de fútbol atrae a cientos de miles de hombres, en su versión más troglodita, que querrán satisfacer sus bajos instintos con sexo fácil, de pago.
Pasado el revuelo, un informe de la Organización Internacional para las Migraciones sobre la trata de blancas en aquel torneo concluía que “la estimación de 40000 [víctimas] carecía de fundamento y era poco realista” (pdf). Esencialmente, porque Alemania había legalizado la prostitución en 2001 y porque el público resultó ser bien distinto del estereotipo de animales sedientos de borracheras y sexo barato: “En cuanto a los fans, muchos expertos señalaron que no había sido un evento predominantemente masculino. Ha habido muchos grupos mixtos, parejas y familias”, decía el texto. A lo largo de aquel Mundial, el Gobierno alemán tuvo noticia de cinco casos de explotación sexual como consecuencia directa del evento: dos búlgaras, un chico húngaro, una checa y una alemana. Muy lejos de lo que hubiera supuesto una avalancha de decenas de miles de “mujeres y niños” como la que anunciaron los medios. De los muchos trabajos publicados sobre aquel evento, sólo uno, realizado por la ONG canadiense The Future Group, concluyó rotundo que sí “hubo un aumento de la demanda [de prostitutas]” pero no de la trata de blancas hacia el país: “Si bien la prostitución aumentó, el número de casos de trata de personas no aumentó sustancialmente”.
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Se derrumba un mito… Un estudio suizo desmiente la creencia popular de que la testosterona, hormona masculina por excelencia, genera agresividad y egocentrismo en los hombres.
Según un estudio de la Universidad de Zúrich en Suiza publicado por la revista Nature, la testosterona «induce al comportamiento antisocial en los seres humanos, pero más a causa de nuestros propios prejuicios sobre sus efectos que a causa de un actividad biológica real». De hecho, según señala el equipo dirigido por el profesor Ernst Fehr, «el efecto es más bien el contrario: la testosterona incrementa la capacidad de discernir con equidad y con justicia».
Para llegar a esta conclusión, los investigadores dividieron a 120 sujetos en dos grupos: a uno se le suministraba una dosis de testosterona de 0,5 miligramos y al resto un placebo. Al someterlos a un experimento de comportamiento en el que debían negociar con ciertas sumas de dinero, observaron que aquellas que recibieron testosterona se comportaban generalmente de manera más equilibrada, tenían menos conflictos y se desenvolvían mejor en un ambiente social. Sin embargo, los sujetos que pensaban que se habían incrementado los niveles de testosterona en su organismo aunque no fuera cierto, mostraron un comportamiento más conflictivo que aquellos que creían que habían ingerido el placebo. “No es la testosternona la que induce agresividad, sino el mito -la connotación negativa y antisocial- que rodea a esta hormona”, concluyen los investigadores.
Fuente: Conocer Ciencia
La creciente presencia de extranjeros en las cárceles españolas es utilizada para reforzar el estereotipo de su “peligrosidad social”. Sin embargo, se trata de una lectura superficial que oculta las verdaderas causas.
Desde hace ya algunos años, la relación entre inmigración, delincuencia y sistema penal es un tema muy debatido y controvertido de la agenda política europea. Sin embargo, en momentos de plena campaña electoral como la vivida en el Estado español hace unas semanas, hemos escuchado una lectura superficial de las cifras que se manejan, sobre todo cuando se relaciona el número de inmigrantes entre rejas con la población inmigrante en general para reforzar el estereotipo de su “peligrosidad social”.
En las cárceles españolas hay alrededor de 68.000 personas reclusas, de las cuales el 36% son inmigrantes, cuando estos últimos constituyen poco más del 10% de la población total, proporción que se repite en casi todos los países de Europa occidental. ¿Significa eso que los recién llegados son más peligrosos? Varios estudios sobre las causas de esta sobrerrepresentación ofrecen una lectura alternativa.
La casi totalidad de los delitos cometidos por extranjeros está relacionada con el tráfico de drogas en pequeña escala y con los hurtos, acciones vinculadas más a una situación de precariedad social y económica que a una supuesta subcultura violenta o a un modelo cultural retrasado. Dicho de otra manera, no se puede demostrar ninguna tendencia a delinquir relacionada con el fenómeno migratorio, por el contrario es evidente el carácter instrumental de estos delitos, ante la necesidad de encontrar los medios de subsistencia negados por el mercado de trabajo, y más en general, por una regulación de corte básicamente represiva de la inmigración. Lejos de la imagen mediática y política de una cárcel repleta de asesinos y violadores “extranjeros”, la realidad es más cercana a la prisión como lugar de aislamiento y de condena de los que son empujados al margen de la vida económica y social. Y esta inestabilidad marca toda la experiencia carcelaria de los inmigrantes.
La imposibilidad de pagar una defensa de calidad, junto a hipotéticos indicios de poder eludir la justicia, hacen que los juicios se vuelvan una acción mecánica y rutinaria, en la cual no se está juzgando sólo el delito, si no una serie de variables socio-económicas. No extraña, entonces, que la tasa de las personas extranjeras en condición de preventivo sea más del doble de la población autóctona, llegando hasta extremos de dos años de cárcel sin que se haya celebrado el juicio, y que las condenas sean más largas sobre todo en el caso de inmigrantes irregulares.
Dentro de las cárceles
En el interior del ámbito carcelario, la situación se hace todavía más dramática: desamparo, falta de información y asesoramiento sobre los procedimientos penales, imposibilidad de reivindicar las prestaciones a las cuales tiene derecho cada recluso, necesidad de actuar como un “buen inmigrante preso” para lograr los beneficios que los funcionarios penitenciarios conceden a su total discreción: son estos los aspectos destacados por las investigaciones realizadas en el interior de los penitenciarios. A eso, hay que añadir una explotación de la fuerza laboral extranjera: debido a la falta de recursos económicos, los inmigrantes tienden a monopolizar los llamados “destinos de pago”, trabajos en el interior de la prisión que van hasta las diez horas laborales cotidianas por un sueldo que pocas veces supera los 400 euros por mes.
Por otro lado, la oferta formativa y profesional de la institución penitenciaria, o sea cursos de idioma y talleres profesionales, es caracterizada por una permanente falta de recursos y por la baja capacitación laboral, ya que casi el 90% del presupuesto penitenciario se gasta en tareas de seguridad. Y tampoco resulta ser de gran utilidad para la inserción laboral de los inmigrantes, puesto que todos los títulos eventualmente obtenidos llevan el sello de la prisión, juntando de tal manera el estigma todavía muy difuso que acompaña a los ex presos con la condición de inmigrante.
En el momento de salir de la cárcel, es cuando la situación se vuelve paradójica: aparte de la orden de expulsión que automáticamente se otorga a los extranjeros condenados y que sólo en muy pocos casos se hace efectiva, al salir de la cárcel los inmigrantes, no pueden, según la Ley de Extranjería, obtener permiso de residencia o trabajo justamente por tener antecedentes penales y hasta que estos últimos no se hayan prescrito. Eso significa reproducir aquellas causas que, en la mayoría de los casos, han llevado a los inmigrantes a caer en la “tentación” del delito, obligándoles a una invisibilidad que les deja pocas alternativas para cumplir con su proyecto migratorio y perpetrando, de esta manera, el círculo vicioso entre precariedad socio-económica y sistema penal.
Así se construye el mito de la peligrosidad social de los inmigrantes y se manifiesta la voluntad, por parte de los aparatos políticos, económicos y sociales de luchar contra pobres y minorías, de encerrarles donde no se les pueda ver y donde no puedan perturbar el orden social constituido, y no actuando contra la pobreza. Un ladrillo más en la edificación de la Europa fortaleza.
Fuente: Periódico Diagonal