La España del euro y del siglo XXI sigue rigiéndose mejor por la superstición que por la ciencia, la cultura o los periódicos. Resulta paradójico que viviendo en una sociedad absolutamente dependiente de la ciencia y de la tecnología, estamos organizados de tal manera que muy pocos entienden de ciencia. Del cohete espacial en el que iba un astronauta español sólo sabemos que llevaban un chorizo y poco más. Y de las fotos de Marte, hay muchos que piensan que siguen siendo un truco de Televisión Española. No es extraño que se estime que más del 90 por ciento de los ciudadanos de nuestro país sea científicamente analfabeto. Carl Sagan decía que sin progreso científico no hay esperanza para crear riqueza para los ciudadanos, para mejorar nuestras vidas, ni para mantener nuestras libertades contra la tiranía. Los líderes de la mayoría de los países reconocen que la economía depende de la inversión en la educación y de la investigación científica basada en la curiosidad. Los gobiernos democráticos protegen tal curiosidad creativa defendiendo la libertad para investigar, para hablar, para votar, para publicar, para viajar. Y es que la curiosidad es el motor de la ciencia, la savia de la civilización actual.
En España, el programa de reformas europeo (conocido como Declaración de Lisboa) para desarrollar una sociedad basada en el conocimiento como única salida para activar la Europa del bienestar no se ha tomado en serio. Lo que se pedía en aquella declaración era que la conciencia colectiva apoyara un programa de comida, educación, vivienda, salud y trabajo para todos. Pero España tiene hoy más pobres, suspende en educación, la vivienda es más inaccesible que lo fue para nuestros padres, el sistema sanitario está en crisis y no hay ni habrá trabajo para todos. Como consecuencia, España tendrá que correr por lo menos dos veces más rápido en los próximos diez años para no convertirnos en una sociedad marginal como la de los mayas. Hacen falta algo más que declaraciones y buenas intenciones para que España ocupe el puesto que merece un país de 45 millones de habitantes y una de las quince economías más importantes del mundo. A la hora de fijar el camino hacia delante, lo primero es reconocer sin desgarros dónde estamos. La triste realidad es que no tenemos masa crítica en casi ninguna de las ramas de la ciencia, por lo que no es extraño que España sea uno de los países que menos ciencia crea de la Organización y Cooperación para el Desarrollo Económico.
En el caso concreto de Canarias, somos una de las regiones europeas de la cola en cuanto a producción científica de calidad. Son escasos los investigadores de Canarias que tienen una proyección internacional de reconocido prestigio. Si bien la docencia y la investigación son las funciones asignadas al profesorado universitario, llama poderosamente la atención que menos del 15 por ciento del profesorado de las dos Universidades canarias se dedica a actividades de investigación. Para la mayoría de ellos, la tesis doctoral fue o es el único capítulo de su historia científica. Tanto en las universidades como en los hospitales canarios, la actividad «científica» se concentra en escasas publicaciones en revistas internacionales, en la realización o supervisión de tesis doctorales o en comunicaciones a congresos científicos. Los folios de papel escrito se amontonan en los archivos, que, según Milán Kundera, «son más tristes que un cementerio, porque en ellos no entra nadie ni siquiera el Día de los Difuntos».
La experiencia demuestra que para hacer buena ciencia se necesita una planificación seria, suficiente dinero e instalaciones adecuadas y dotadas con los necesarios recursos humanos y materiales. Cuando desde muchos foros se pide que Canarias dedique el 0,7 % de su presupuesto para ayudar a los países más pobres, nadie pone el grito en el cielo porque el gobierno autónomo haya dedicado menos del 0,5 % de su presupuesto a financiar la investigación científica, técnica y aplicada en todos los campos de la ciencia, una cantidad equivalente a lo que costaría hacer menos de 5 kilómetros de autovía. Como mínimo, habría que multiplicar esa cifra por cinco. Y aunque pese decirlo, los descubrimientos importantes desde la II Guerra Mundial no han ocurrido en las Universidades.
El intelectual y el científico son figuras ridiculizadas en nuestra tierra. Todos los educadores, científicos, ingenieros y médicos tenemos la responsabilidad de reclamar las tres «C» (conocimiento, curiosidad por la ciencia, colaboración) para hacer de nuestra tierra y de nuestro país una sociedad más democrática y avanzada científica y tecnológicamente. Si nos mantenemos fuera de la corriente de la toma de decisiones y permitimos que los políticos y dirigentes sean los únicos que marquen el curso de la ciencia, no sólo la sociedad seguirá siendo científicamente analfabeta, sino que no nos encontraremos entre los seguidores del cambio ni entre los líderes. Nuestro futuro a largo plazo depende del entendimiento y apreciación que de la ciencia tengan nuestros ciudadanos. En la próxima generación necesitaremos no solo investigadores expertos en sus respectivas especialidades, sino también expertos en el papel que la ciencia tiene en la economía, en asuntos internacionales y en la política de nuestro país. Nuestra mayor amenaza no será entonces, el analfabetismo científico de la comunidad sino el analfabetismo político de nuestros investigadores. Buen día y hasta luego.
Jesús Villar en: El Diario de las Palmas