La glucosa es la «gasolina» de nuestro cuerpo, de todo nuestro cuerpo. Y, curiosamente, el órgano que más consume es el cerebro: a mayor inteligencia, mayor gasto energético. Los humanos destinamos el 20% de la energía que necesitamos a esta parte de nuestra anatomía.
Cuando descienden los niveles necesarios para un correcto funcionamiento, el organismo comienza a sufrir transtornos que van desde sentir debilidad o temblores hasta razonar más lentamente o padecer desmayos (hipoglucemia).
Estamos ante el hidrato de carbono más simple y uno de los objetivos de la supervivencia (o lo que es lo mismo de la existencia de vida) es garantizar su abastecimiento. Los humanos obtenemos glucosa básicamente de los cereales, las legumbres, algún producto hortícola y la fruta.
Erróneamente, asociamos la palabra glucosa a algo dulce. Quizás porque en nuestro subconsciente la unimos a uno de los alimentos más ricos en ella… No, no es el azúcar sino la miel. O tal vez porque el dulce produce un efecto en nuestro organismo, la palatibilidad (produce placer al ingerirla). Esta circunstancia convierte a los dulces en un ingrediente esencial, ya que nos apetece comerlos.
El azúcar es un producto relativamente nuevo en nuestra dieta. Las referencias históricas de su incorporación a la pirámide nutricional humana apenas datan de hace 5.000 años y se localiza en India.
De Oriente a Occidente. Este es el origen de la ruta del azúcar, aunque los mapas económicos del momento señalen la dirección contraria. Habrá que esperar primero a que llegue a Persia y luego a que Alejandro Magno la conquiste para que los europeos —aunque sean mediterráneos— conozcamos “esa caña que da miel sin necesidad de abejas”.
No obstante, la universalización de su consumo se debe a los árabes, los descubridores de la potencialidad del azúcar en la cocina —de sobra es conocida su afición por el dulce—. La conocieron en su expansión por el Eúfrates y el Tigris y tras sus conquistas del Mediterráneo —Siria, Egipto, Chipre y todo el norte de África— los nuevos colonos introdujeron el cultivo de la caña.
Los egipcios aprendieron a refinarla y los astutos comerciantes venecianos encontraron un importante nicho de mercado en su importación. Las Cruzadas también pusieron en contacto a los europeos con este alimento, que acabó por incorporarse a su dieta.
Hasta bien entrada la Edad Media, en la vieja Europa se endulzaba con miel y, de hecho, los tratados al uso sobre las explotaciones agrícolas dedicaban mayor espacio e importancia a la apicultura, en detrimento de los ingenios dedicados al cultivo de la caña (la normalización de la plantación y desarrollo de la remolacha azucarera no ocurre hasta pasado el siglo XVIII, cuando en 1705 Olivier Serrés descubre las propiedades de la remolacha y, sobre todo, cuando el alemán Margraf logra extraer y solidificar el azúcar de esta planta).
En un primer momento, el azúcar formaba parte del vademécum de médicos y boticarios para preparar recetas, así como de los secretos de los grandes cocineros, que la utilizaban para perfumar sus viandas (lo mismo que la sal o la pimienta).
Pero la plantación de la caña se abrió rapidamente paso y a finales del siglo XVII su producción estaba extendida por todo el mundo (en el primer viaje de Colón, las semillas de la caña formaban parte del equipaje).
Fuente: Más que Ciencia