Louis Camille Maillard, un químico francés, publicaba en 1912 un artículo en la revista Comptes Rendues de l’Académie des Sciences (una revista que se publica desde 1666), artículo en el que analizaban las reacciones que tienen lugar cuando, a alta temperatura, se ponen juntos aminoácidos y azúcares. Unos y otros pueden provenir de esa fuente inagotable en nuestra alimentación como son los carbohidratos (glucosa, lactosa, azúcar normal, almidón, etc..) o las proteínas (básicamente largas cadenas de aminoácidos), por lo que esas reacciones se dan con facilidad cuando determinados alimentos se procesan a alta temperatura y son, por tanto, responsables de cosas como el color que va apareciendo cuando hacemos una carne o un pescado a la plancha. O de los olores y aromas que el propio proceso genera. Pero también están en la base del proceso de elaboración del café torrefacto, o del color del pan y la bollería, de las patatas fritas, de las palomitas de maíz, los ahumados y de un largo etc.
Maillard no pudo entrar en mucho detalle en su trabajo original. Las reacciones son muy complejas, producen cientos de nuevas moléculas, algunas volátiles y otras no, algunas muy aromáticas, otras no. Así que, durante cuatro décadas, las reacciones a las que dió nombre estuvieron durmiendo el sueño de los justos, hasta que los militares americanos empezaron a considerarlas en serio a la hora de producir comida industrial segura y apetecible para sus soldados. Hay muchos que hacen coincidir esa decisión del Gobierno americano, durante la segunda Gran Guerra, como la que dió lugar al nacimiento de la disciplina científica que hoy conocemos como Ciencia de los Alimentos. Desde entonces, la actividad científica, incentivada por la industria alimentaria, en torno a los complicados procesos que ocurren siempre que cosas con azúcares y proteínas son procesados a alta temperatura es incesante. Se trata de jugar con las condiciones de ese procesado, variando ingredientes, temperaturas, niveles de pH, de humedad, etc., tratando de llegar al máximo control posible de un proceso en cierta medida caótico pero, sobre todo, muy complejo.
Pero como muchos aspectos de la Química, las reacciones de Maillard también tiene su doble cara. A pesar del habitual papel de esas reacciones en muchos de los alimentos que ingerimos, haciendo que consideremos «natural» el que un solomillo esté bien doradito cuando nos lo sirven, esas reacciones provocan la aparición en esos alimentos de nuevas moléculas químicas que no estaban en los alimentos originales y que no son, precisamente, hermanitas de la caridad. Los dos más conocidos son la acrilamida y el 5-hidroximetilfurfural (HMF), ambos potencialmente cancerígenos, según indican las Agencias más serias que velan por nuestra salud. De una y otro ya he hablado en este Blog, pero el artículo de Sarah Everts, cuenta la historia de la acrilamida de forma algo diferente a como la describía yo en su momento.
Pero la génesis de cancerígenos no es el único proceso preocupante de las reacciones de Maillard. Aunque nuestro cuerpo sólo llega al entorno de los treinta y tantos grados, temperaturas muy alejadas de las usadas en el procesado de alimentos, la reacción que puede darse en él entre aminoácidos y azúcares puede también tener lugar, aunque más lentamente. Y de hecho, las reacciones de Maillard están en la base de la formación de cataratas en nuestro ojo. Por otro lado, en enfermos diabéticos, los altos niveles de azúcar en la corriente sanguínea, dan lugar a reacciones de Maillard que activan reacciones de inflamación que pueden dañar el hígado y el sistema cardiovascular.
Así que, como veis, los carbohidratos y las proteínas serán todo lo naturales que querais pero cuando se ponen a bailar el peligroso vals de las reacciones de nuestro Louis Camille, la cosa se puede poner muy seria. Peligros de la cocina y de la vida…
Fuente: EL BLOG DEL BÚHO