La alimentación es un ámbito que inadvertidamente tienta a proyectar nuestras creencias y pareceres en recomendaciones que afectan la vida de miles de personas. Un campo fértil en el cual los mitos ganan adeptos, las posiciones se radicalizan y los mensajes de alto impacto recorren el mundo. Ciertamente que internet y los medios de comunicación global han catalizado este fenómeno al cual la comunidad médica no está ajena y -aunque sus fundamentos puedan ser científicamente más sofisticados- es también proclive a caer en el mismo error.
Contrariamente, la investigación farmacológica, que evalúa la eficacia de un tratamiento bajo condiciones controladas, ha desarrollado una metodología confiable que permite asegurar que una droga ejerce un cierto efecto brindando seguridad a profesionales y pacientes sobre su uso clínico. Pero, lamentablemente, muchas de las recomendaciones que adoptamos en la prevención de enfermedades crónicas como la obesidad, la enfermedad cardiovascular, la hipertensión, la diabetes y el cáncer se basan en presunciones y evidencias discutibles que en algunos casos pueden ser hasta contraproducentes.
El reemplazo de la manteca por grasas trans ha sido un ejemplo de cómo una incorrecta y apresurada interpretación de la información epidemiológica se ha traducido en cambios de consumo a escala mundial. Afortunadamente, este error está siendo subsanado con el acompañamiento de la industria y los órganos regulatorios, pero la existencia de extendidos mitos y presunciones nutricionales nos expone a errores.
Hoy más del 10% de la carga mundial de enfermedad está relacionada con factores de riesgo asociados con la mala alimentación o el sedentarismo, por eso las recomendaciones nutricionales y las guías alimentarias adquieren tal importancia preventiva. Nuevas investigaciones epidemiológicas con metodologías apropiadas nos llevan a pensar que deberemos reconsiderar si el riesgo cardiovascular se asocia con la cantidad de grasa de los alimentos o con ciertos ácidos grasos específicos.
Habrá que replantear el papel de villano que le hemos asignado al colesterol de la dieta, el papel preventivo del calcio y la vitamina D más allá del hueso. No caben dudas de que el aumento del consumo de frutas y de hortalizas se asocia con la salud más allá de su aporte en fibra, que los antioxidantes naturales de los alimentos tienen un papel diferente al de sus sucedáneos farmacológicos y que, como expone el artículo del New England Journal of Medicine, muchas de las recomendaciones que implementamos en la prevención de la obesidad responden a mitos y presunciones no probadas.
Resulta natural que en muchas ocasiones debamos indicar recomendaciones aun en ausencia científica de su eficacia, pero tenemos la obligación ética de señalar cuándo surgen de una verdad demostrada o de nuestro parecer.
Fuente: lanación.com