Una activista antitransgénica resumió su postura con tres argumentos, tres, que le debieron de parecer definitivos: que las multinacionales (bueno, la multinacional, porque para ella, como suele ocurrir en esos ambientes, por lo visto sólo existe Monsanto) comercializan semillas estériles, de modo que los agricultores se ven obligados a comprarlas de nuevo al año siguiente, que las multinacionales (bueno, sí; también se refería a Monsanto) han llegado incluso a demandar a los agricultores que han empleado sus semillas sin autorización, y que esta situación ha llevado incluso a una terrible oleada de suicidios en las zonas agrarias de la India.
Hasta ahí, todo normalito, incluso de manual. De hecho, si acuden a alguna charla organizada por un grupo ecologista, es muy probable que escuchen esos mismos argumentos. Y no suelen faltar en artículos, libros o páginas web dedicadas a esas cosas.
Lo malo es que son, en el mejor de los casos, medias verdades. Y en el peor, mentiras de las gordas.
La tecnología ‘terminator’, que hace que las semillas procedentes de una cosecha resulten estériles, existe, en efecto. Y desde hace unos cuantos años: la Delta and Pine Company y el Servicio de Investigación Agrícola de los EE.UU. la desarrollaron allá por los noventa del pasado siglo, y vendieron la patente a diversas compañías, entre ellas, Monsanto. Pero, a la hora de la verdad, ninguna de ellas la comercializó, y no parece que nadie tenga intención de hacerlo.
En su lugar, las compañías suelen emplear otros medios disuasorios, y especialmente imponer, como condición general del contrato de venta de semillas, la prohibición de emplear las que se obtengan de la cosecha. Y sí, es cierto que las empresas, entre ellas, Monsanto, han interpuesto un buen número de demandas por violación de esta cláusula contractual, aunque con desigual suerte, porque no siempre resulta fácil demostrarla. Pero los casos más famosos, los que suelen citarse, tienen muy poco que ver con esta situación. El más célebre quizá sea el de Percy Schmeiser, un agricultor canadiense cuyos campos se vieron contaminados con semillas transgénicas procedentes de los campos vecinos, para luego encontrarse con una demanda de Monsanto por violación de sus patentes. Lo malo es que la cosa no ocurrió exactamente así: como quedó probado en los procesos judiciales, las semillas no procedían de los campos vecinos, sino de otros situados a kilómetros de distancia, y no fueron traídas por el viento, sino por los camiones del señor Schmeiser. Quien, por su parte, tampoco es que se apurase demasiado por “esa contaminación”, sino todo lo contrario: las semillas pertenecían a la variedad Roundup Ready Canola, un tipo de colza modificado para resistir el herbicida glifosato, así que el señor Schmeiser se dedicó a rociar abundantemente con ese herbicida las parcelas en las que había plantado las semillas, matando así la colza no resistente y quedándose exclusivamente con la modificada, de la que obtuvo una abundante provisión de semillas Roundup Ready, que guardó en sus almacenes para su uso al año siguiente. Por todo el morro.
Como morro le echan quienes hablan de los suicidos de agricultores en la India, obviando que se trata de una desgraciada tendencia que se inició más de una década antes de la introducción de las semillas transgénicas en aquel país, y que llegó a su punto culminante (y a partir de ahí empezó a descender) dos años antes de que se autorizara el primer cultivo transgénico en la India.
Y es que, en realidad, la causa de la alta tasa de suicidios entre los agricultores de la India estaba (y en muchas zonas del país sigue estando) en los altos costes de los créditos bancarios, la baja productividad de las explotaciones y los bajísimos precios a los que se pagaban las cosechas. De hecho, lo cierto es que la introducción de los transgénicos no ha creado ni agravado este problema, sino que ha sido una de las causas que han contribuido a aliviarlo, al proporcionar una mayor productividad y unas cosechas de mejor calidad y pagadas a mejores precios.
En cuanto a las demandas por uso indebido de las semillas, y dejando aparte a sinvergüenzas como Schmeiser, lo cierto es que se deben a la violación de patentes y de condiciones contractuales, pero ese no es un problema exclusivo de los transgénicos, ni mucho menos: la práctica totalidad de las semillas que se comercializan actualmente están patentadas o registradas, y sus titulares defienden sus derechos legales con la misma fiereza se trate o no de transgénicos. Y si no me creen, echen un vistazo a lo que ya está pasando en la Comunidad Valenciana con la mandarina Nandorcott, una variedad (no transgénica) propiedad de una empresa de origen marroquí, y que ya ha dado lugar a una buena cantidad de demandas por violación de propiedad industrial contra muchos agricultores valencianos que la injertaron sin permiso.
Y en cuanto a la tecnología ‘terminator’, no se usa, pero tampoco es que hiciera demasiada falta: que se sepa, a ningún agricultor se le obliga a comprar unas determinadas semillas, y el hecho de que las compren se debe normalmente a que saben que con ellas obtendrán una cosecha más abundante y de mejor calidad que empleando semillas no homologadas. Por otra parte, muchas semillas son híbridas, que proporcionan unas cosechas excelentes pero cuyas descendientes, habiendo perdido esa hibridación, dan lugar a rendimientos muy inferiores. Por no hablar de variedades de fruta que resultan comercialmente más rentables que las convencionales por no tener semillas o tenerlas en poca cantidad y de menor tamaño, pero que, por ese mismo motivo, resultan muchas veces estériles.
Lo cual no quiere decir que no existan abusos: los hay, y graves, y no es el menor de ellos el hecho de que el mercado de semillas esté fundamentalmente en manos de unas pocas firmas, que los muchos intermediarios entre el productor y el consumidor impidan que estos paguen un precio razonable y aquellos reciban una retribución justa, o que la incipiente normativa sobre patentes pueda llegar a atribuir la propiedad de una variedad o un gen a una empresa.
Pero resulta que todo eso tiene poco o nada que ver con los transgénicos, y reducir el problema a atacar a esas tecnologías supone muchas veces perder de vista sus verdaderas causas. Y así, dejándonos distraer con fobias injustificadas, es difícil que podamos solucionar nada.
Fuente: LA COLUMNATA