Uno de los momentos más estrambóticos de la película de Mel Brooks Sillas de montar calientes ocurre cuando el elenco vaquero se encuentra, de pronto, en una película totalmente distinta. O, mejor dicho, en la cantina del estudio de Hollywood que produce la película, donde se topan con Hitler, Tarzán y la mona Chita, que están almorzando.
Con parecida sensación de desconcierto se visualizan algunas de las cosas que ocurren en la elegante mansión a la orilla del lago en la que tiene su sede el Centro Henri Dunant para el Diálogo Humanitario, en Ginebra. Esta residencia del siglo XIX, el sueño de un banquero suizo, es una discreta casa de amplios salones y altos techos rodeada de pinos, a 20 metros de la orilla del agua. A los buenos ciudadanos que pasean por delante cada mañana no se les ocurriría nunca que éste es un lugar en el que se reúnen asesinos. Pero es así. Personas a las que se busca por haber dirigido matanzas en lugares remotos de África o Asia charlan aquí y toman el té; contemplando el plácido lago alpino y, si el día está claro, las cumbres nevadas del Mont Blanc, con la tranquilidad de saber que están a salvo, fuera del alcance de cualquier ley.
Fundado en 1999, el Centro HD, como lo llaman sus aproximadamente 30 empleados (de 19 nacionalidades), está dedicado a fomentar el diálogo entre personas involucradas en el tipo de conflicto más violento, la guerra civil. Pero no en plan vago o idealista. Su labor de construcción de la paz es de un pragmatismo implacable. No puede ser de otra manera porque el principal, y extremadamente delicado servicio que ofrecen, es el de romper el hielo, iniciar el diálogo entre Gobiernos y rebeldes en conflictos en los que ambos bandos se han demonizado -y asesinado- mutuamente de tal forma que la probabilidad más segura es la guerra sin fin.
Armados de astucia, experiencia y neutralidad (no tienen lazos políticos con ningún Gobierno ni organismo internacional), se aventuran en peligrosas tierras de nadie, territorios sin ley, habitados por los violentos protagonistas de los conflictos con los que pretenden acabar. Se esfuerzan en ganar su confianza y después -mediante unos procesos discretos, frágiles y a menudo prolongados- les reúnen con sus enemigos acérrimos, normalmente de forma clandestina. Si todo va bien, los contactos secretos dejan paso a un alto el fuego y unas negociaciones formales.
Fue en torno a una larga mesa de conferencias en la finísima sede del Centro HD, por ejemplo, donde los jefes rebeldes de Burundi se entrevistaron con líderes políticos rivales, presididos por un ex presidente de Malí. La reunión, fruto de meses de arriesgado trabajo por parte de un pequeño grupo de empleados de HD, trató, entre otras cosas, de la propensión de los rebeldes a matar a trabajadores de campo de Naciones Unidas y Cruz Roja Internacional. Los jefes rebeldes -que debían de sentirse como un perro verde en aquella casa, en aquella ciudad, en el país menos belicoso del mundo- argumentaron con toda seriedad que los representantes de la ONU y la Cruz Roja eran objetivos legítimos. "Dijeron que los consideraban así porque se habían establecido en la capital, que estaba controlada por el Gobierno", explica Andrew Marshall, jefe de operaciones y subdirector del Centro HD.
Marshall no expresa opiniones; los argumentos que cita son claramente grotescos. Pero su deber es mantener la sangre fría. Si cede a la tentación de manifestar sus sentimientos, si deja ver el menor indicio de indignación, fracasa. De acuerdo, en cierto modo, con el espíritu del hombre que da nombre a la organización (Henri Dunant fue el fundador de la Cruz Roja Internacional), tiene la obligación de ser, al mismo tiempo, intervencionista y distante. De no ser así, no tendría la menor esperanza de triunfar en su misión, que es reunir y mediar entre dos grupos de personas que se odian mutuamente.
Diplomacia de élite
Marshall es un canadiense de treinta y tantos años, alto, delgado, de ojos azules, cuya vida profesional oscila entre el reverente mundo de la alta diplomacia y los infiernos polvorientos de lugares como Darfur, en Sudán. Da la sensación de encontrarse cómodo en ambos ambientes; de ser, en una definición del gusto del Centro HD, un hombre de "vaqueros y trajes", un todoterreno. El equipo que dirige -que en la actualidad trabaja en una docena de proyectos, la mitad a plena luz y la mitad clandestinos- es una unidad de élite de la diplomacia internacional, especialistas tan curtidos en el arte de construir la paz como los comandos de las fuerzas especiales lo están en el arte de la guerra. Reconocidos como tales por los principales personajes de la diplomacia mundial (Javier Solana, por ejemplo, les conoce bien, aunque la gente de la calle no tenga la menor idea de que existen), el dinero con el que se financian procede, sobre todo, de los países escandinavos, Suiza, el Reino Unido y la Comisión Europea. También reciben algún dinero de Estados Unidos, Canadá, Cruz Roja Internacional y Naciones Unidas.
Frente a los miles de millones que gastan cada año la ONU y los ministros de Exteriores del mundo, el Centro HD -cuyo presupuesto anual es de siete millones de euros- parece barato. Su trabajo, terriblemente serio, consiste en salvar vidas y hacer que el mundo sea un lugar menos inseguro. A veces, en países cuyos conflictos se conocen en todo el mundo, como Sudán, o Filipinas, o Aceh, en Indonesia; a veces, en sitios en los que la gente vive con miedo, pero que el mundo ignora, como Nepal, o Myanmar, o Uganda. El éxito es difícil de valorar, porque los procesos que emprende el Centro -como casi todos los procesos de paz en conflictos internos- suelen tardar mucho en madurar. Pero el mero hecho de conseguir que la gente dialogue planta unas semillas de esperanza que antes no existían, y muchas veces resulta que, al menos durante un tiempo, sirve para que disminuyan las muertes. Como ocurrió en Aceh, donde, durante tres meses, el Centro HD hizo algo sin precedentes: dirigió una fuerza internacional de paz compuesta por soldados de Noruega, Tailandia y Filipinas. Aquello, como advierte Marshall, fue seguramente un acontecimiento único, forzado por la desconfianza del Gobierno indonesio en Naciones Unidas.
El servicio que prestan siempre, y en el que tienen lo que Marshall llama "una ventaja competitiva" respecto a todos los demás, es el de "trabajar con dos grupos beligerantes de forma transparente, ganarnos su confianza y guiarles hacia un acuerdo negociado". "Somos acojonantemente buenos a la hora de encaminar los procesos de paz", añade, "y acojonantemente buenos a la hora de guiarles por ese camino, si no hay otras partes interesadas que les desvíen".
El aspecto de "ganarse la confianza" del que habla Marshall depende en gran medida de la personalidad -la capacidad de sentir empatía, la facultad para calibrar a una persona, la sensibilidad para saber cuándo callarse y cuándo hablar, una habilidad de espía para actuar con eficacia y en secreto absoluto- de los miembros de HD, varios de los cuales poseen larga experiencia de trabajo y sobre el terreno en las áreas de Naciones Unidas dedicadas a la labor humanitaria. Algunos de los que proceden de la ONU confesaron a EL PAÍS que agradecen la agilidad y la rapidez de reacción que existe en HD, donde las decisiones no se ven obstaculizadas por burocracias ni politiqueos.
La faceta de "guiarles por el camino" del servicio que presta HD se manifiesta, sobre todo, en dos ámbitos: el asesoramiento sobre el mecanismo y la teoría de cómo se desarrolla un proceso de paz, desde que nace hasta que, con suerte, se consuma, y la logística.
La experiencia individual de los mediadores de HD y el hecho de que el centro disponga de una unidad de política y estudios que reúne todas las informaciones relativas a los 50 procesos de paz que ha visto el mundo desde el final de la guerra fría, aproximadamente, hacen que los nuevos clientes cuenten con una enorme base de conocimiento a la que recurrir. Por ejemplo, ante el problema siempre espinoso de cómo abordar las atrocidades cometidas en el pasado y en qué medida afecta esta cuestión a aspectos como la liberación de presos o la amnistía para los violadores de derechos humanos que están en el Gobierno.
En cuanto a la logística, el ejercicio de conseguir que unos enemigos que están en guerra se reúnan, físicamente -sobre todo durante la primera etapa, clandestina-, exige no sólo una gran capacidad de recursos, sino excelentes contactos de alto nivel. "Pasar por la frontera a los rebeldes, que a veces insisten en conservar las armas, o a gente buscada por Interpol y sobre la que se ofrece recompensa, es parte de nuestra labor. Significa tener unos contactos muy buenos en las altas instancias gubernamentales", explica Marshall. "Ésa es una de las razones por las que podemos movernos rápidamente y con eficacia, por las que somos capaces de poner en marcha una operación desde cero en cuestión de pocas semanas. Todos tenemos nuestras redes y contamos con un montón de personas muy bien colocadas a las que podemos recurrir. Apuntamos muy alto. La gente con la que tratamos ocupa puestos políticos de primer rango, ministros de Exteriores o jefes de Estado, Y si tenemos acceso a ellos es porque lo que ofrecemos son soluciones a grandes problemas políticos".
Ayuda exterior
Y unas soluciones -ésta es la clave- que las partes de un conflicto no suelen ser capaces de hallar sin ayuda exterior. El motivo fundamental por el que los conflictos internos suelen necesitar una mediación internacional es, como explica Marshall, que la mayor dificultad de todas -y la que el Centro HD se especializa en resolver- es conseguir que los dos lados se sienten a hablar. "Cada conflicto es diferente, pero todos tienen en común que los dos bandos desconfían uno de otro, y, aparte del trabajo inicial para lograr que hablen, necesitan que haya terceros que hagan de árbitros, que tomen nota, que sirvan de escudos contra la manipulación. Y otra cosa habitual es que los rebeldes deseen la participación internacional, y los Gobiernos, en general, no". ¿Cómo convencen a los Gobiernos para que cambien de opinión? "Si ven que beneficia a sus intereses, desde luego, pero también si se garantiza la confidencialidad. También se nos da muy bien eso".
El principal motivo por el que los Gobiernos están dispuestos a seguir la corriente a HD suele tener mucho que ver con la confidencialidad, y con saber que no tienen intereses propios, que, como si hubieran hecho un juramento hipocrático del pacificador, no van a utilizar políticamente la información, extraordinariamente delicada, a la que es inevitable que tengan acceso durante las negociaciones. Uno de los principales agentes de HD en Asia recuerda una conversación que tuvo hace poco con un ministro de Exteriores. "El ministro me dijo -y no le faltaba razón-: 'lo asombroso es que ustedes están dispuestos a ayudar pese a no tener interés alguno". Y eso es posible gracias a que el sistema de financiación está diseñado para garantizar la neutralidad de HD. Aproximadamente un tercio del dinero que reciben es del que denominan "sin destino", que quiere decir que HD puede emplearlo como y cuando mejor le parezca. Los otros dos tercios están asignados a proyectos específicos, que los financiadores aprueban previamente. Pero el dinero no procede jamás de un participante directo en un proceso de paz, sea Gobierno o rebeldes. Ésa es la razón, por ejemplo, de que HD siga desempeñando un papel fundamental en una negociación tripartita que se lleva a cabo en Nepal entre el rey, los grupos políticos que propugnan la democracia y los rebeldes maoístas. Llevan allí seis años, los primeros cinco de ellos en la clandestinidad, y ninguna de las partes pone en duda su buena fe.
Evidentemente, los distintos países y organizaciones que respaldan a HD creen que el dinero que invierten en ellos es rentable. Los fondos que recibe el centro se han quintuplicado desde que se puso en marcha, hace siete años. No sólo comparten todos el objetivo de HD de, como ellos dicen, "prevenir el sufrimiento humano en la guerra", sino que se ha visto que su mezcla de buenas intenciones tipo Oxfam y una metodología propia del MI6, su diplomacia apolítica y privatizada, y lo que denominan sus soluciones "a medida" para la idiosincrasia de cada conflicto, contribuyen sustancialmente a hacer que el mundo sea un lugar menos malo.
Nepal: demócratas y maoístas
Nepal es monarquía constitucional desde 1990, pero en la práctica las cosas ocurren de manera muy distinta. El rey Gyanendra da golpes de Estado a conveniencia y aplica mano de hierro ante el doble desafío: el de los constitucionalistas que exigen democracia y el de la guerrilla maoísta, que se enfrenta con el Ejército en unos combates que han causado ya 11.000 muertos. Él mismo llegó al poder en 2001, cuando el príncipe heredero -su sobrino- asesinó a casi todos los miembros de la familia real, incluyendo al rey y a la reina, y luego se suicidó. Esta misma semana, la oposición democrática se ha plantado contra el rey y protagoniza manifestaciones diarias.
Burundi: hacia la paz total y duradera
Gracias a los esfuerzos de los mediadores, en Burundi se alcanzó un acuerdo en 2003 para un proceso de transición, que suponía un reparto equitativo del poder entre los hutus (85% de la población) y los tutsis (el 15% restante). De ahí salió la promulgación de una nueva Constitución el año pasado, un Gobierno presidido por Pierre Nkurunziza y la celebración de elecciones municipales. El conflicto entre las dos etnias ha durado 12 años y ha causado la muerte de 200.000 personas y el desplazamiento de cientos de miles, que huyeron a los países vecinos. Hay un grupo de hutus en el oeste de Burundi que no se ha sumado al proceso de paz.
Darfur: son 200.000 muertos
El conflicto histórico de Sudán, que se prolongaba desde 1983, causó dos millones de muertos y otros tantos refugiados. El Gobierno musulmán de Jartum (que representaba al 38% de la población) pretendía imponer la ley islámica a los cristianos y animistas del sur (52%, de etnia africana). El enfrentamiento entró en una vía pacífica de solución al alcanzarse un acuerdo en 2005. Pero la guerra ha estallado en Darfur, una región del oeste de Sudán en donde las milicias árabes locales -supuestamente apoyadas por el Gobierno de Jartum- combaten contra otras tribus no árabes de la región. Se cuentan 200.000 personas muertas y dos millones de refugiados.
Indonesia: fin al separatismo de Aceh
El Gobierno de Indonesia alcanzó en 2005 un acuerdo histórico con los separatistas de Aceh, una región de la isla de Sumatra. Terminaron así 30 años de enfrentamientos armados que costaron la vida a 15.000 personas, la mayor parte de ellas civiles. Los guerrilleros han abandonado la selva para regresar a sus pueblos y aldeas. Los separatistas renunciaron a la independencia a cambio de una mayor autonomía provincial, la posibilidad de crear un partido propio y la retirada de parte de las tropas gubernamentales. La situación en Aceh se había complicado por el tsunami de diciembre de 2004, que asoló la región y provocó 100.000 víctimas mortales.