NO surgieron los oídos para oír, ni los ojos para ver, ni las piernas para andar. Oímos porque tenemos oídos, vemos porque tenemos ojos, y andamos porque tenemos piernas. La primera expresión denota la existencia de propósitos; la segunda, no. Y esa distinción es muy importante. De modo similar, Watson y Crick no investigaron la estructura del ADN para que se pudieran crear organismos transgénicos; y sin embargo, décadas después -gracias, entre otras, a sus investigaciones- se han podido crear esas modernas «quimeras».
Desde comienzos del siglo XX, ciencia y tecnología no han dejado de interaccionar. La ciencia ha sustentado el progreso tecnológico y la tecnología ha apoyado el científico. Ambas han progresado conjuntamente gracias a la curiosidad y la creatividad humana. La curiosidad ha impulsado la búsqueda de explicaciones a los fenómenos de la naturaleza, y gracias a la creatividad se han encontrado buenas explicaciones y hallado soluciones para resolver muchos problemas. A científicos e ingenieros les mueve su curiosidad y todos ellos se valen de su creatividad. La innovación es otra cosa. Innovar consiste en convertir ideas en nuevos productos, servicios o procedimientos y si, mediante su difusión, se imponen en el mercado, tienen éxito. Hay innovaciones basadas en conocimiento científico-tecnológico, y las hay basadas en otras formas de conocimiento, o en intuiciones y chispazos de unos pocos. Pero la esencia de las actividades científico-tecnológicas es diferente de la de las innovaciones. El motor de la ciencia es la curiosidad; el de la innovación es la búsqueda del éxito económico. El desarrollo científico reporta a nuestra sociedad beneficios múltiples, porque la ciencia genera conocimiento, mejora el nivel educativo y cultural de la ciudadanía, promueve la tolerancia, propicia la transparencia y es, por todo ello, un componente esencial de las sociedades abiertas. Y además, cuando es fuente de innovaciones, genera riqueza y bienestar.
La innovación es un factor de crecimiento económico y de mejora del bienestar, tanto si se basa en descubrimientos científico-tecnológicos, como si se fundamenta en otros procesos; por eso es tan importante. Pero que algo sea importante no quiere decir que su promoción deba ligarse a la de otras actividades también importantes. Raro será el joven bachiller que quiera estudiar ciencia para innovar, y raro el científico que se dedique a esa tarea con ese propósito; lo hacen para satisfacer su curiosidad.
Muchos piensan que la ciencia debe justificar su práctica y desarrollo porque es fuente de innovación. Pero eso es un error. Cuando la ciencia acaba siendo fuente de innovación ello ha sido el resultado de un proceso que bien podría haber cursado de otro modo, porque la conexión entre ciencia e innovación es azarosa, difusa. Por eso, no es bueno justificar el apoyo a la ciencia en función de la innovación que generará, porque quizás esta o aquella investigación no traigan innovación alguna; a pesar de ello, seguirá siendo socialmente beneficiosa. Al ligar a la innovación el interés de la ciencia y la tecnología se renuncia a valorar éstas por sus propios méritos, se las convierte en subsidiarias de un proceso cuyo motor y condicionantes son diferentes, y se las desposee de los atributos que las hacen atractivas y merecedoras de especial atención. En el fondo, es como si se desconfiase de su potencial, como si se considerase necesario reforzarlas con un aditamento, por el temor, quizás, de que carezcan de genuino interés. Muchas innovaciones tienen detrás investigación científica y tecnológica, pero pasa lo mismo que con el ojo: ni surgió el ojo para ver, ni se hace ciencia para innovar.
Fuente: Deia
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